sábado, diciembre 23, 2006

Leon (3º capitulo)

Egas le encargó hacer algo muy extraño que dejó al muchacho con los ojos y la boca abierta, además de conseguir una perfecta expresión de absoluta estupidez. El anciano elevó la mirada al cielo con un juramento y le golpeó sin reparos en la cabeza con el extremo de su bastón. Leon se quejó y se le escapó una maldición. Egas hizo ademán de golpearle otra vez y el joven se apresuró a salir fuera de su alcance. El viejo frunció el entrecejo.
- No huyas.- Le reprendió con brusquedad.- Pareces un conejo asustado; así nadie te va a tomar en serio.
- Nadie me toma en serio, de todos modos.- Repuso él.
- Y deja de quejarte, pareces una vieja.
Leon se mordió la lengua para contener las palabras que le veían a la mente como un torrente desbordado.
- Sinceramente, maestro, creo que he entendido mal tus instrucciones.
- Nunca admitas que no sabes algo.- Le riñó el anciano.- Por los dioses Leon, ¿es que no te he enseñado nada?
- Procuraré tenerlo en cuenta de ahora en adelante.- Farfulló él, con ira contenida.- Pero, ¿podéis repetirme lo que tengo que hacer?
- Tienes que ir al manantial junto al volcán.- Repitió, acomodándose en la silla junto al fuego.- Allí hay un pequeño altar. Debes rendir oración y depositar una ofrenda. Luego regresa.
- ¿No se supone que iba a prepararme para la misión?- Replicó Leon, parpadeando con perplejidad.
- Me temo que ni un mes entero lograría arreglar todos tus defectos.- Dijo Egas abruptamente.- Así que lo único que puedes hacer es llevar a cabo el ritual tradicional e implorar suerte a los dioses. Ojala se apiaden de ti.
Leon tuvo que hacer gala de todo su autocontrol para no lanzarse con las manos abiertas al cuello desprotegido del anciano. Una cosa es que dijera que no era de los mejores, e incluso podía soportar que insinuara que no tenía futuro como héroe, pero que dijera que era más provechoso rezar que prepararse, que lo único que le quedaba era confiar en que los dioses decidieran ayudarle o no, era demasiado. Sin embargo, no se atrevía a dejarle claras sus opiniones al respecto, aunque se moría de ganas por hacerlo. Si lo hacía se exponía a la posibilidad de que el viejo se enfureciera con él y le negara partir en la misión. Rojo como un tomate y con los ojos echando chispas, murmuró apretando los dientes:
- ¿Y qué debo de ofrendar?
- No sé, lo que prefieras. Algo bonito que encuentres por el camino servirá. Pero que al menos sea bonito; vas a necesitar mucha suerte.- Observó al joven, que clavado en el suelo temblaba de ira.- ¿A qué esperas?

Mientras dejaba atrás la torre en dirección al bosque que cercaba el valle como una sólida muralla, Leon sentía deseos de gritar de rabia hasta quedarse sin voz. Su aventura no estaba teniendo el comienzo que había imaginado y la emoción que había sentido en un primer momento se iba desvaneciendo lentamente. Siempre había sospechado que Egas lo odiaba un poco, pero ahora estaba completamente seguro. Lo había pintado como un monigote patético incapaz de hacer nada a derechas. Y como gota que colmaba el vaso, estaba aquel tal Vance. Solo con pensar que tendría que aguantar a aquel picapleitos se ponía de los nervios. Estaba casi seguro de que su presencia sería una auténtica molestia y que le robaría todo el protagonismo. Seguro que, aunque consiguiera rescatar a la princesa sin la ayuda de nadie, de vuelta al valle no lo creerían y todos pensarían que sin duda lo había logrado gracias a la ayuda de Vance.
Miró apesadumbrado al los árboles, cada vez más estrechos, que elevaban sus ramas como brazos extendidos, tapando la luz del sol sobre su cabeza. A Leon no le gustaba el bosque; siempre le había dado miedo, aunque nunca lo había admitido. Aún recordaba perfectamente la noche que pasó en su interior cuando era pequeño. Después de que Eör lo dejara en la torre, Leon intentó escaparse. Estaba solo en un lugar desconocido y rodeado de personas que le inspiraban un terrible pánico irracional, así que unas semanas después de su llegada, se escapó por la noche. Intentando salir del valle, se internó en el bosque y se perdió. Fue la noche más horrible de toda su vida, y todas las cosas que vio se le quedaron permanentemente grabadas en su memoria. Aunque era cierto que en el valle no había nada peligroso, en el bosque habitaban extraños seres. Y para un niño temeroso de seis años eran auténticos monstruos. Leon no durmió aquella noche; se la pasó en vela, sollozando y temblando de miedo observando las sombras que se movían entre los árboles como espectros malditos. Y aún, doce años después, seguía mirando los troncos oscuros con una mueca de profunda desconfianza.
El aire estaba viciado, y lleno de sonidos misteriosos. Cascabeles se escuchaban en lo alto de los árboles, y entre las hojas, de miles de verdes diferentes, el viento susurraba algo parecido a una canción. Risas, a veces palabras ininteligibles y gruñidos. El delicado sonido de una flauta mezclado con el lejano murmullo del agua al caer, que parecía susurrar palabras secretas. También había ojos puestos en él, algunos con curiosidad, otros con avidez y con recelo. No podía verlos, pero de vez en cuando le parecía que algo brillaba en el límite de su visión y la piel le picaba. El bosque estaba vivo y eso le ponía los pelos de punta. Además, allí siempre hacía más frío y había muy poca luz. Se arropó con la capa y aflojó la espada en su vaina. Sabía que era una tontería, pero lo hacía sentir más tranquilo. A pesar de ser pleno día, la pálida figura de un búho ululó de forma tétrica desde las ramas. Leon se estremeció y siguió caminando deprisa, intentando dejar atrás la parte más sombría del bosque cuanto antes. De repente, algo se cruzó en su camino como un relámpago negro. El joven de detuvo, como si lo hubieran apuntalado en el suelo, con cara de espanto y conteniendo la respiración. Su mente se había quedado en blanco y ni siquiera se le ocurrió la idea de desenvainar su espada. Todo se sumió en un silencio antinatural y hasta el aire permanecía inmóvil. Unos segundos breves bastaron para que se repusiera de la impresión y comenzó a pensar lúcidamente. Recordó los conceptos básicos del comportamiento de un héroe y empezó a repetirlos en voz baja para armarse de valor.
- Valentía, fuerza, dignidad..., valentía, fuerza, dignidad… ¡valentía, fuerza y dignidad! Si sientes miedo, no lo demuestres, sino sabes lo que hacer, aparenta que sí lo sabes…
Desenvainó la espada y la extendió frente a él con el extremo apuntando hacia abajo. Sus ojos se movían de un lado a otro con rapidez, buscando algo fuera de lo común. Intentaba andar sin hacer ruido, pero le era imposible mirar al suelo al mismo tiempo que vigilaba a su alrededor, por lo que su avance no fue precisamente sigiloso. De improviso, un cuervo graznó en la copa de un árbol y se alejó batiendo sus alas negras. Leon gritó sin poder evitarlo, con una voz patéticamente aguda, y enseguida enrojeció avergonzado de sí mismo. Se dio la vuelta mirando hacia todos lados, esta vez más preocupado en averiguar si alguien lo había escuchado que en cerciorarse de si había algo peligroso por lo que preocuparse. A partir de ese incidente, Leon caminó sin detenerse, casi corriendo, con la cabeza gacha para esconder el furioso rubor de sus mejillas.
Los árboles estaban cada vez más dispersos y la hierba, cada vez más alta, señal de que la peor parte del camino estaba terminando y hecho que hizo que Leon se animara bastante. Y no era ese el único cambio. El follaje de los árboles empezaba a clarear. Las hojas pasaban de verdes oscuros a verdes más claros que alternaban con tonos amarillentos e incluso anaranjados. El sol de medio día, en su cenit en el cielo, derramaba su luz sobre las hojas atravesándolas como si estuvieran hechas de la más fina gasa. Los sonidos eran más suaves y cristalinos, y pájaros de vivos colores volaban de rama en rama. El murmullo de agua era mucho más claro y se escuchaba más cercano. Pero a pesar de que el bosque había perdido su aspecto amenazador, Leon no había bajado la guardia; aún quedaba una prueba que tenía que superar. Tenía que encontrarlos, pero si dedicaba a dar vueltas en su busca, no haría más que perder el tiempo. Podían dignarse a aparecer o no, y él no podía darse el lujo de pasar todo el día allí. Por lo tanto, y aunque la idea no le entusiasmaba demasiado, decidió tomar una medida más drástica. Alzó la mirada para estudiar las copas de los árboles y al fin encontró lo que buscaba. En uno especialmente alto, de ramas nudosas y raíces que sobresalían del suelo como si fueran venas, entre las hojas verdes, relucían unos frutos púrpuras similares a manzanas. Era justo lo que necesitaba. Dejó su mochila y, a regañadientes, su espada al pie del árbol. Se subió las mangas de la camisa de lino y respiró hondo. Observó las frutas con expresión de disgusto. ¿Por qué tenían que estar tan altas? Antes de empezar a subir, Leon sabía que se caería. Lo sabía con una certeza absoluta; nunca fallaba. Parecía que la mala suerte lo había perseguido toda su vida y pensaba seguir haciéndolo hasta el final de sus días. Si algo caía del cielo, caía sobre su cabeza, si había algún objeto en el suelo, tropezaba con él, era propenso a caerse en hoyos que solo parecían existir con el único propósito de fastidiarle la existencia y además, siempre tenía dificultades para salir. Y al igual que todo eso, siempre que se subía a algún sitio, se caía. No fallaba.
No era muy buen escalador. Durante el duro entrenamiento al que Egas le había sometido desde que era pequeño, él siempre había tardado el doble que los demás alumnos en conseguir subir por la cuerda atada del árbol y más aún en hacer escalada libre. Una vez que Egas los llevó a un barranco al sur del valle para que lo escalasen, Leon se cayó después de llegar a lo más alto. Y después de eso tuvo que guardar reposo durante más de tres meses al haberse fracturado una pierna, una muñeca y varias costillas.
Sin embargo, Leon se sorprendió de lo fácil que le resultaba subirse al árbol. La madera era áspera y no resbalaba y el tronco, retorcido como si lo formaran varias gruesas ramas entrelazadas, tenía muchos recovecos donde poner los pies. Sonriendo, sin poder creérselo, llegó a la altura de las manzanas en menos que canta un gallo. Incluso se detuvo un instante para felicitarse a sí mismo. Aquella era una ocasión especial, sin duda. Entonces, con cuidado, alargó la mano para intentar alcanzar las frutas. Extendió la mano hasta que los dedos, doloridos, le crujieron. Tenía que acercarse un poco más, aunque ello significara tentar a la suerte. Se arrastró despacio sobre la rama, que hizo un ruido amenazador. Se detuvo, conteniendo la respiración y no pudo evitar mirar hacia abajo. Se había emocionado tanto ante la facilidad con la que había trepado al árbol que no se había dado cuenta la altura que había alcanzado. Al mirar al suelo, su estómago pareció llenarse de mariposas que salieron volando. Se aferró a la rama, de repente preso de un pánico irracional; no le gustaban nada, absolutamente nada las alturas. Aún así, extendió la mano hacia la fruta. Tenía que hacerlo, no tenía sentido arrepentirse ahora que estaba encaramado a la rama. Bastaba solo con rozarlas… Pero calculó mal el peso que ejercía sobre la rama, y al inclinarse demasiado sobre la parte más fina, ésta cedió bajo él y se partió. Leon gritó y justo antes de que la rama se desprendiera y se cayera, saltó con las manos extendidas hacia las frutas. Sintió su cuerpo muy ligero, como si volara, aunque esa agradable sensación duró más bien poco. Una milésima de segundo después, su cuerpo no era nada ligero, y toda su masa corporal se dirigía hacia el suelo a una velocidad vertiginosa.
La caída dolió, dolió mucho. El grito de Leon se apagó con brusquedad cuando el joven cayó pesadamente sobre la tierra con un sonido sordo, bajo la rama que se había partido. Revuelto entre las hojas, Leon no se movió durante unos minutos, hasta que al final levantó a cabeza y se sentó con la espalda apoyada en el tronco del árbol. Su aspecto era deplorable: tenía la cara manchada de tierra, un par de arañazos en la mejilla con mal aspecto, el pelo rubio estaba enredado y lleno de ramitas y hojas y la camisa sucia y rasgada debajo de su brazo izquierdo. Cerró los ojos con una mueca de dolor, respirando pausadamente. Le dolía todo el cuerpo, desde la punta de los pies hasta la raíz del cabello. El movimiento débil de su pecho al respirar le dolía como si alguien le estuviera clavando miles de aguja con macabra lentitud. Entreabrió los ojos y miró hacia arriba, donde las frutas seguían reluciendo triunfalmente y blasfemó entre dientes. No estaba seguro de si había conseguido tocarlas, pero si lo había hecho, la caída había merecido la pena. Al menos, no se había roto nada. Al día siguiente amanecería con el cuerpo lleno de moratones y sintiéndose como auténtico guiñapo. Una bonita forma de empezar la misión, sí señor.
Un ruido delante de él le hizo abrir los ojos súbitamente. Hubiera querido ponerse de pie y desenvainar su espada, pero no tenía fuerzas para incorporarse. La hierba se agitó de repente y se oyó un extraño gorjeo. Leon parpadeó, y entrecerró los ojos con recelo. Se hizo silencio por unos segundos y luego, algo que no alcanzó a ver, saltó velozmente desde la hierba en dirección a la copa del árbol desde el que se había caído, estrellándose entre sus ramas y agitando las hojas con violencia. El muchacho, con la mirada fija en la parte superior del tronco, hizo un pequeño esfuerzo por apartarse de ahí, arrastrándose penosamente. En lo alto del árbol alguien lanzó un grito de triunfo y Leon sólo acertó a ver como una de las frutas de color púrpura, rápida como una flecha, iba directa a su cabeza.
Un intenso dolor de cabeza surgió en medio de sus cejas. Leon se puso bizco y se mareó. Tenía la vista un tanto borrosa, sin embargo, fue perfectamente capaz de ver al pequeño y ágil ser que cayó al suelo como un gato, justo delante de sus narices. Y al verlo, sonrió como un estúpido. A pesar de su desastrosa caída, parecía que había llegado a tocar las manzanas, pues tenía frente a él a uno de los guardianes del manantial. El tal guardián era una rara especie de trol enano, o trol de los bosques, como también se les solía llamar. No mediría más de medio metro de estatura, y tenía la piel dura, de color turquesa claro, como si fuera de roca. En algunos sitios como los hombros, los codos o las rodillas tenía algo similar a costras, de color gris. Sus ojos, grandes y redondos, eran de color azul intenso, con una pupila rasgada parecida a la de los felinos. Sus rasgos eran mucho más agraciados que los de los trols normales, y aunque seguían siendo un tanto toscos, tenían cierto aire infantil. Iba vestido con un taparrabos marrón y una correa que le cruzaba el pecho contenía a su espalda un carcaj con flechas. El Guardián del Manantial le apuntaba con su arco mientras en su cara, de ligera forma triangular, se dibujaba una expresión de indignación.
- Tú, humano idiota, ¿quién te ha dado permiso para comerte mis manzanas?

lunes, diciembre 11, 2006

Leon (2º capítulo)

Al acercarse a la entrada de la torre, Leon delante de la comitiva del rey, con un aspecto lamentable y las ropas empapadas, Egas hizo su aparición. Estaba muy distinto a como el joven lo había dejado esa mañana al marcharse al río. Cuando Leon se había ido, Egas estaba tirado con abandono en un sillón, con el cabello y la barba gris enmarañados, vestido con una sencilla y remendada túnica marrón y gritando como un poseso. Sin embargo, mientras los aguardaba de pie bajo el arco de la entrada, parecía una persona completamente distinta. Se había peinado y estaba ataviado con una túnica larga hasta los pies, blanca y con el cuello ribeteado de plata. En su anciano rostro, sus arrugas dibujaban una expresión de sabiduría y magnificencia. Leon apretó los dientes pero intentó no traslucir ninguno de sus sentimientos de rencor.
Se detuvo ante su maestro, hizo una pequeña reverencia y empezó a decir:
- Maestro, me enorgullezco de poder presentarle a…
- No hace falta que hagas presentaciones, Leon.- Le interrumpió el anciano con un inconfundible deje de superioridad.- Su Majestad y yo ya nos conocemos. Baja del caballo Thalliet, y entra con tus hombres. Leon, tú ve a tu habitación. Si te necesito te llamaré.
Leon era consciente de que su rostro estaba encendido de indignación, pero se limitó a crujir los dientes, apretar los puños y a no dejar que una sola palabra saliera de su boca. Se dio la vuelta para observar al rey, hizo nuevamente una pronunciada reverencia y subió los escalones hasta su habitación hecho una furia.
Cerró la puerta con tanta fuerza que después de cerrada se quedó temblando como una hoja de papel. Soltó los cubos en el suelo y se dirigió directamente a cerrar la ventana, por la que empezaban a escucharse risas y silbidos procedentes de ningún lugar. Después hizo un intento por calmarse, respirando profundamente y dejando escapar el aire con tranquilidad. Pero fue en vano. En su cabeza veía una y otra vez la escena de humillación que había sufrido por las palabras de su maestro, y sabía perfectamente que éste lo había hecho con toda la intención. Estaba claro que no podía dejar que eso quedara así. Se dirigió a una esquina de la habitación cerca de la ventana y se tumbó en el suelo. Levantó una losa de piedra suelta y llena de polvo para dejar al descubierto la boca de un tubo. Se acomodó en el suelo y pegó la oreja. Al principio no se oía nada, pero tras unos segundos unos murmullos confusos empezaron a cobrar sentido, y después de un minuto, las palabras eran perfectamente claras.
- …por tanto, necesito tu ayuda, Egas.- Decía la voz del rey Thalliet, con tono de desazón.
Se hizo silencio por unos largos segundos hasta que la voz de su maestro habló en voz baja.
- Siento decirte Majestad, que ahora mismo no soy una gran ayuda para ti. Estamos a principios de primavera, todos mis alumnos han salido a merecer el nombramiento de héroes.
- ¿Y el muchacho de antes?
- Por eso os digo que no soy de gran ayuda. Leon no está preparado. Lleva mucho tiempo estudiando, sí, pero no posee conocimientos prácticos. Nunca ha salido de la torre. Me temo que hay altas probabilidades de que fracase.
- Egas, estoy desesperado. Necesito a alguien, sea quien sea, ¿no lo comprendes? Si le pasa algo a ella… no solo yo sentiré su pérdida, mi reino entero se vendrá abajo. Ella es algo más que mi hija, es un símbolo de alianza.

- Bien,- Dijo Egas por fin.- te cederé a Leon. Mientras, intentaré localizar a otro de mis alumnos con más experiencia para que lo releven o lo ayuden.
- Muchas gracias, Egas.
- Es mi trabajo, Majestad, no tenéis que darme las gracias.
Leon se apartó del tubo con el corazón latiéndole rápidamente. Se sentó, con la espalda apoyada contra la pared de piedra, los ojos muy abiertos y resoplando con incredulidad. No podía creerlo. ¡Iban a mandarlo a una misión! Después de tanto tiempo esperando, por fin se le presentaba la oportunidad de probar que no era tan estúpido como todo el mundo pensaba. Al fin y al cabo, había recibido el mismo entrenamiento que todos los demás. La opinión de Egas le importaba bien poco. El viejo maestro nunca había ocultado sus pensamientos sobre él. Notó como la emoción iba creciendo en su interior sustituyendo a cualquier otro sentimiento. ¡Porque no se trataba de una misión cualquiera, no señor! Tenía que ver con la hija del rey Thalliet, y como bien había dicho Su Majestad, la princesa era alguien muy importante. Seguro que ni el mismísimo Eör había soñado con llevar a cabo tal empresa. Leon cerró los ojos y pudo imaginarse claramente salvando a la princesa de algún terrible peligro, recibiendo altísimos honores por parte del rey, y a Eör y Egas postrándose a sus pies y alabando su hazaña. Una sonrisa tonta se dibujó en sus labios.
Unos golpecitos en la puerta lo sacaron de sus ensoñaciones con brusquedad. Leon se esforzó por parecer disgustado mientras se dirigía a la puerta, y cuando la abrió tenía la convincente expresión de quién ha sido mortalmente ofendido. Para su sorpresa no se trataba de Egas, sino de unos de los guerreros que formaban parte de la escolta del rey. Miró a Leon con cierto recelo y musitó con voz inexpresiva:
- Tu maestro requiere tu presencia.
- Gracias.- Respondió el muchacho.
Leon bajó las escaleras conteniendo el aliento y preparándose mentalmente para disimular indiferencia ante la noticia. Se comportaría como un joven maduro, sin sobresaltos, y aseguraría que la misión quedaba en buenas manos para tranquilizar al rey. Quería parecer alguien sereno y digno de confianza, alguien diferente al muchacho torpe que había descrito Egas. Entró en la sala privada de Egas, donde el viejo héroe y el monarca estaban sentados junto a un fuego mientras la escolta de guerreros permanecía de pie.
La sala privada de Egas era una habitación circular, con una gran chimenea en una de las paredes donde las llamas crepitaban alegremente bajo un arco de piedra. La habitación estaba repleta de estantes atestados de pergaminos enrollados, de carpetas y de apuntes, bastante desordenados. Extraños objetos de cristal y agujas, de arena y metal, cumplían cometidos que Leon no alcanzaba a imaginar. Esferas brillantes colgando de las paredes, y móviles con cascabeles en las ventanas que hacían al viento cantar. Egas y Thalliet, sentados en sillas de altos respaldos y brazos de terciopelo, miraban a Leon con atención. La mirada de Egas era completamente inescrutable. El joven intentó ver en ella algún atisbo de confianza, o de todo lo contrario, pero era imposible averiguar lo que el anciano estaba pensando. Sin embargo el rey era un libro abierto para cualquiera. En sus ojos se veía claramente la preocupación y el miedo que sentía. Leon se detuvo ante los dos hombres e hizo una reverencia impecable.
- Leon, tu maestro me ha dicho que no eres uno de sus mejores alumnos, que tus conocimientos no incluyen prácticas y que tal vez la teoría se convierta en una nimiedad cuando tengas que demostrar de lo que eres capaz, pero yo necesito tu ayuda.
- Es cierto, Majestad, nunca he salido fuera de aquí. Sin embargo siempre me he esforzado en mis estudios y he ansiado la oportunidad de brindar mi ayuda a los demás.
- Esto no es una mera oportunidad, Leon.- Interrumpió Egas con severidad.- Se trata de una misión, un importante cometido que va mas allá de tus capacidades y en el que no me gustaría involucrarte, pero Su Majestad ha insistido mucho. No es una oportunidad. No puedes permitirte fallar; no es un ensayo, ni siquiera una prueba. ¿Comprendes?
- Lo comprendo perfectamente, maestro.- Aguardó un segundo para seguir hablando y entonces preguntó.- ¿En qué consiste mi tarea?
El rey Thalliet suspiró profundamente y empezó a hablar con voz seria, y en la que se reflejaba un dolor imposible de esconder.
- Hace tres semanas que mi hija, la princesa Nokka desapareció del palacio. La hemos buscado por toda la ciudad, por todo el reino, pero no hemos encontrado ni rastro de ella. Hace nueve días nos llegó un mensaje de un hombre desconocido, que aseguraba que la princesa había sido apresada y que residía en un lugar llamado el Valle de la Niebla. Entonces vine directamente hacia aquí para pedir ayuda.
- ¿El Valle de la Niebla?- Preguntó Leon a media voz.- Eso está fuera de las tierras conocidas; está más allá de las fronteras, en el reino de las tinieblas.
- Exacto, Leon.- Asintió Egas con tono lúgubre.
Leon sintió como la sangre se le helaba y se quedaba sin aliento. De repente no estaba tan emocionado como pensaba y empezaba a ver las cosas desde otra perspectiva. Una cosa era aventurarse en una gran hazaña con riesgos… siempre y cuando estuviera en terreno seguro, y otra muy distinta eras lanzarse a lugares oscuros, donde el mal y sus vástagos lo dominan todo. Lo segundo era más bien un suicidio. A Leon se le cayó el alma a los pies y se le hizo un nudo en la garganta. Egas esbozó una ligera sonrisa de satisfacción y Leon se enfureció. ¡Aquel maldito viejo siempre parecía disfrutar de su mala suerte, de sus infortunios y desgracias! ¡Pues estaba muy equivocado! El joven se irguió y alzó la barbilla con determinación.
- No se preocupe Majestad, daré todo lo que esté en mi mano y más para salvar a su hija, si acaso mi vida. Lo juro por mi honor.
- Te lo agradezco enormemente, joven Leon.
El muchacho sonrió para sus adentros sintiéndose muy orgulloso de sí mismo. Egas se levantó y caminó despacio hacia la chimenea, mirando al suelo con aire pensativo. Al cabo de un rato alzó la cabeza y de forma ausente, murmuró:
- Decidido pues. Thalliet, tú y tus hombres podéis pasar la noche aquí. No hay peligros en el valle pero hay ciertas cosas que resultan muy turbadoras, más aún durante la noche.
- Aceptamos tu ofrecimiento, Egas.
- En lo que respecta a ti,-Añadió, señalando a Leon, que se sobresaltó perceptiblemente.- pasarás todo el día bajo mi supervisión preparándote para mañana, te irás pronto a la cama y saldrás al alba.
- No lo harás solo, Leon.- Dijo entonces el rey.- Mi sobrino, Vance, te acompañará.
Uno de los hombres del rey, vestido con la cota de malla y el sobreveste carmesí, se adelantó unos pasos. Era bastante más joven que los demás, de la edad aproximada de Leon, tal vez un año mayor. Tenía rasgos afilados, aunque mucho menos que su tío, era alto y tenía el cabello rizado y oscuro. Su presencia inspiraba confianza pero en cambio a Leon no le gustó un pelo.
Aquel ofrecimiento de ayuda imposible de rechazar le decepcionó y le hirió en su amor propio. Sabía que aunque Egas no había dicho nada abiertamente sobre las grandes dudas que albergaba acerca de sus probabilidades y sus intenciones de relevarle en cuando tuviera ocasión, esos pensamientos revoloteaban en su mente, y Leon los podía ver tan claros como si la cabeza del anciano fuera transparente. Sin embargo el joven consideraba que, teniendo en cuenta su brillante comportamiento, al menos se habría ganado la confianza de Su Majestad. Ahora se daba cuenta de que solo le había seguido la corriente y que en ningún momento había tenido la intención de dejarlo salir solo con la pesada responsabilidad de rescatar a su hija. Y eso le parecía algo muy cruel.

domingo, diciembre 10, 2006

Experimento literario

En el foro de mi novio y un reducido grupo de miembros y amigos, propuse hacer un jueguecillo literario, del tipo cada uno crea un personaje y así se va creando una historia entre todos. No llevamos mucho, pero aquí dejo el enlace para que el que quiera le eche un vistacillo ^^
http://miarroba.com/foros/ver.php?foroid=1117528&temaid=5271241

Yo soy la única chica que participa :P

miércoles, diciembre 06, 2006

Leon

Bueno, estoy de nuevo en activo. Al contrario que cuando me fui, ahora tengo muuucha inspiración (sólo me hacía falta leer un poco) y estoy todo el rato escribiendo, llevando dos (a veces tres) cosillas a la vez. Aquí os voy a dejar una de ellas, una historieta corta que se me ocurrió dando clase de Técnicas de Estudio de la Literatura Inglesa. La idea la tengo en mente pero llevo poco escrito. La voy a dejar por capítulos cortos para que no se haga pesado de leer. Aquí va el primero y a ver si para la semana próxima tengo el siguiente ^^

CAPÍTULO UNO

Leon era un chico normal y corriente en casi todos los aspectos. Tenía dieciocho primaveras, era alto y aunque no era un fortachón, podía presumir de cierta superioridad muscular. Cuando se miraba por las mañanas al espejo, se quedaba un rato admirándose en él. Tenía una despeinada melena rubia que siempre le tapaba la vista, unos ojos marrones y, tal vez, demasiado sinceros y la piel bronceada. Estaba muy orgulloso de su aspecto, pero aquel que digo una vez “las apariencias engañan”, tenía muchísima razón, y Leon era el ejemplo perfecto. Cada tres días, después de contemplarse en el espejo, el joven se afeitaba. Reglas de la Academia. Y cada tres días, la cara de Leon acababa llenita de papelitos blancos por todas partes que tapaban los cortes de la navaja. Era enormemente torpe. Y perezoso, y mentiroso, e ingenuo y no demasiado valiente. … Es decir, que no reunía casi ninguna de las cualidades para ser un héroe. Sí, porque eso era lo que hacía especial a Leon: era aprendiz de héroe.
Pertenecía a la Academia de Egas, un viejo héroe de la guerra. Estuvo al servicio de varios reyes, lideró a varios ejércitos, y después se independizó. Trabajó como Justiciero durante un tiempo, salvando a inocentes, defendiendo a los débiles, combatiendo la injusticia y, una de sus especialidades, rescatando a damas en apuros. Durante su etapa de independencia conoció a otros que como él, consideraban que llevar una vida normal como la de todo el mundo era demasiado aburrido. Cuando Egas ya estuvo demasiado viejo para seguir con sus aventuras, se retiró, y entre él y sus compañeros de juegos fundaron las llamadas “Academias de Justicia”, donde entrenaban a jóvenes promesas y los preparaban para enfrentarse a las Fuerzas del Mal. A Leon todo esto siempre le había parecido algo ostentoso pero no tenía más alternativa que quedarse allí. Al contrario que todos los demás miembros de la Academia, él no estaba allí por voluntad propia.
En la Academia de Egas existía una leyenda: Eör, el domador de la oscuridad. Y Eör, el domador de la oscuridad, era el brazo derecho y el mejor discípulo del viejo maestro. Era algo parecido a un semidios, o así lo veían todos los demás. Todo el mundo en la torre lo adoraba, lo alababa, lo tenía como modelo a seguir. Leon solo lo tenía como objetivo hacia donde dirigir su rabia. Eör era perfecto: apuesto, inteligente, fuerte, astuto, valiente y de buen corazón. No era arrogante y siempre ayudaba a quien lo necesitase. Egas siempre estaba hablando de lo maravilloso que era Eör, del buen trabajo que había hecho con Eör, que si él debería hacer un esfuerzo por parecerse más a Eör. Nunca estaba en la Academia, ya que siempre andaba ocupado con alguna importante misión de la que dependía el destino del mundo. A Leon le salía su nombre por las orejas y ya estaba harto de escucharlo. Sin embargo no era eso lo que más le molestaba e Leon. Al joven le sacaba de sus casillas pensar que le debía la vida. Una vez que Eör estaba ocupado en la lejana y corrupta ciudad de Lythy, su pequeño y blandito corazón se apiadó del destino de un niño de seis años al que encontró vagabundeando sin rumbo por las malolientes calles de la ciudad. Lo llevó con él y lo dejó al cuidado de Egas con al esperanza de que se convirtiera en algo mejor. Y allí estaba él ahora a sus dieciocho años, no mucho mejor que cómo lo encontró Eör, pero sí con una buena vida. Y sabía en el fondo que debería agradecérselo algún día.
Porque era verdad que Leon no podía quejarse de la vida que llevaba. Vivía bien, tenía un lugar caliente y cómodo donde pasar la noche y tres comidas al día. A pesar de que siempre estaba quejándose y discutiendo con Egas, vivía sin demasiadas agitaciones. Su rutina diaria consistía en levantarse, desayunar, ir a las lecciones matutinas, hacer algún trabajillo extra, discutir con Egas, enfurecerse con él, marcharse enfadado a su habitación y salir de nuevo para el almuerzo. Después de comer dormía una breve siesta hasta que Egas lo despertaba golpeándolo sin piedad en la cabeza con su bastón, y entrenamiento físico durante toda la tarde, y a veces durante la noche. Había pocas cosas que a Leon le disgustaran de verdad. Una de ellas era levantarse temprano y tener que estar escondiéndose de las ninfas del valle. Por mucho que Egas le dijese una y otra vez que no había ninfas en el bosque, él no se lo creía. Mientras se vestía podía escuchar con claridad risas pícaras desde fuera y silbidos rítmicos procedentes de ningún sitio. También le molestaba tener que soportar a Egas en sus días malos del mes. El viejo y antiguo héroe de la guerra se levantaba con la pierna izquierda ciertos días y durante esos dejaba de ser un antiguo héroe para convertirse en un viejo maniático e insoportable. Por desgracia para Leon, esos días iban en aumento últimamente y él no tenía oportunidad de escaquearse puesto que estaba solo en la torre con él.
La Academia de Egas era una torre situada en mitad de un valle rodeado de bosques y montañas, apartado de la civilización. Tenían muy cerca manantiales, santuarios de roca, volcanes y lugares extraordinarios pero el pueblo más cercano estaba a una semana de camino a caballo. Egas no aceptaba a más de diez alumnos a un mismo tiempo, entre sus misteriosos motivos para ello el más obvio era que en la torre no había sitio para nadie más. Leon vivía en la parte más alta, en una pequeña habitación muy calurosa en verano y terriblemente húmeda en invierno, pero nunca se quejaba sobre ello. Normalmente, cuando la Academia estaba llena de estudiantes, a Leon no le resultaba difícil escaparse de vez en cuando del alcance de Egas e incluso de sus propios deberes, pero en esos momentos, a principios de la primavera, todos los aprendices estaban fuera de aventura probando su valía mientras él debía quedarse encerrado a solas con el aquel maldito viejo loco.
Y aquel día tenía uno de los malos. Los caprichos de Egas estaban por las nubes y se le había metido entre ceja y ceja tomar un baño de aguas perfumadas. ¡Agua perfumada, por todos los dioses! Y, como era de esperar era él el encargado de subir y bajar cargado con cubos de agua desde el río hasta la torre, incluyendo las dichosas escaleras. El muchacho avanzaba pisando con fuerza sobre la hierba fresca, aplastando sin piedad pequeñas florecillas malvas, demasiado ocupado maldiciendo y blasfemando como para darse cuenta de nada más. Cargaba con cuatro cubos de madera vacíos y su rostro juvenil estaba sonrojado por la rabia. Se plantó frente a la orilla del río, cuyas aguas fluían alegres y cantarinas ajenas a sus infortunios, y lo miró con expresión de profunda indignación, como si el pobre río fuese el culpable de todo aquello. Se puso de rodillas, cogió un cubo con violencia y lo llenó rápidamente. Cogió otro y repitió el proceso. Pero cuando lo dejó en el suelo para coger el tercero, escuchó un tintineo justo detrás de su oreja. El pelo se le puso de punta, se incorporó y miró hacia atrás y en todas direcciones, pero no había nada. No le hacía falta ver para saber de qué se trataba: ninfas. Esas criaturas endiabladas tenían la costumbre de divertirse a su costa y no entendía porqué. Con un bufido, hizo ademán de arrodillarse para seguir llenando cubos, pero en vez de un tintineo escuchó una risa a sus espaldas. Se dio la vuelta con el entrecejo fruncido formando una línea sobre sus ojos, y al contrario de lo que esperaba, se encontró frente a frente con el pequeño ser. La ninfa parecía una niña traviesa. Era bajita y su expresión de ojos grandes enmarcados con largas pestañas y una sonrisa tensa, con las comisuras hacia arriba, le daba cierto aire malévolo. Tenía la piel de color verdoso y el cabello, ensortijado sobre sus hombros, de un tono oscuro con matices verdes, azules y violáceos. Sus pupilas, redondas y enormes, se clavaban en él como puñales. Unas telas de gasa transparente cubrían su cintura y parte de sus muslos, pero más que disimular su desnudez y sus curvas, las realzaban. Era una criatura que provocaba un ardiente deseo y a la vez, emanaba un aroma perverso. La ninfa esbozó una sonrisa maliciosa y muy despacio, acercó un dedo a él y lo apoyó en el pecho del muchacho. Leon, con cara de bobalicón, extendió una mano para intentar tocarla. Entonces unos fuertes brazos lo agarraron desde atrás, sujetándolo sin que él pudiera moverse. Leon despertó de aquel sopor en que lo había sumido su contemplación de la ninfa y forcejeó, intentando liberarse, pero no consiguió que los brazos aflojaran la presión. Intentó moverse, saltar, pero era imposible, parecía que lo hubiesen clavado en el suelo.
Invadido por un miedo repentino, miró a la ninfa que seguía sonriéndole, con los ojos muy abiertos y llenos de horror. Todo pasó muy deprisa. La ninfa cogió uno de los cubos de agua y lo vació sobre su cabeza. El agua estaba muy fría y por un momento le cortó la respiración. Los brazos lo soltaron, alguien le dio unas vueltas y luego lo empujaron al río. Leon cayó sobre las piedras y la fuerte corriente lo zarandeó. Le dolía todo el cuerpo y respiraba con dificultad. Se quitó el cubo de madera de la cabeza y vio a dos ninfas sobre la hierba, señalándolo y desternillándose de risa mientras sus carcajadas cristalinas llenaban el valle con su sonido musical. El joven, con la cara encendida por la indignación y la vergüenza, les arrojó el cubo con ira, pero no acertó. Las ninfas rieron con más fuerza. De repente, las dos criaturas interrumpieron sus risas y alzaron la mirada con expresión alerta. Algo detrás de Leon pareció asustarlas mucho y desaparecieron al instante envueltas en una nube de humo con olor a flores. El joven, intrigado, se puso en pie y se giró para buscar aquello que había ahuyentado a las ninfas y se volvió a caer de culo al río al descubrir de qué se trataba. Un regimiento de quince guerreros vestidos con cotas de malla y sobrevestes carmesíes montados a caballo, escoltaban a alguien a quien Leon no había visto nunca pero a quien reconoció de inmediato. Aquel hombre iba vestido con una cota de malla de anillos bañados en oro que relucían con fuerza al ser tocados por el sol, y un sobreveste carmín y dorado. Tenía el rostro afilado y los ojos rasgados como los de una serpiente, la piel pálida y el cabello oscuro. Sobre su cabeza, en perfecto equilibrio, se apoyaba una sencilla corona de oro.
Los dieciséis hombres a caballo se detuvieron a la orilla del río mirando a Leon con miradas burlonas o sorprendidas, y entonces el hombre de la corona dijo con voz sonora:
- ¿Es esta la torre de Egas?
- Sí, Majestad.- Farfulló Leon, poniéndose en pie torpemente e inclinándose.
- ¿Quién eres tú?
- Me llamo Leonhartius, pero agradezco más que me llamen Leon. Soy alumno de Egas.
El monarca enarcó una ceja con incredulidad, pero no dijo nada. A Leon no le ofendió aquel gesto, pues era la reacción habitual cuando decía quién era.
- Preséntame entonces ante tu maestro.- Ordenó el hombre.- Dile que el rey Thalliet ha venido a reclamar sus servicios.

lunes, noviembre 27, 2006

Disconnected

Bueno, voy a estar ausente un tiempecillo. Estoy falta de inspiración pero con varias ideas bailando en mi cabeza, y con la novela pendiente por reescribir, además de un examen que tengo el miércoles y que creo que voy a suspender.
Es tontería que lo diga porque a excepción de Petrarca (y gracias Petrarca) creo que no mucha más gente lee mi blog. No es que me importe, me da igual, si escribo lo hago por mí y porque me apetece, simplemente.
Así que eso, no es un adiós, es un "voy a desconectar" por unos días hasta que tenga algo (decente o no) que dejar por aquí.
¡Hasta luego!

domingo, noviembre 19, 2006

El misterioso ámbito de la lavadora, secadora y plancha

No se si pasará solo en mi casa, o en la de todo el mundo, pero la ropa parece tener vida propia. Siempre ha sido y sigue siendo un enigma para mí el proceso que sufre la ropa al pasar por los tres puntos de evolución más importantes de su ciclo vital: lavadora, secadora y plancha.
En primer lugar, creo que mi lavadora hace que la ropa mute. Sí, auténticas mutaciones. Suele pasar con la ropa interior, pero a veces ocurre en algo de mayores dimensiones, como un jersey o unos pantalones. Metes la ropa en la lavadora, todo normal. Sacas la ropa de la lavadora y ha cambiado de color. Puede ser una mutación completa, en la que el tono de color original ha cambiado en la superficie total de la prenda o puede ser parcial, es decir, a manchas y de colores diferentes.
Esto no me desagrada, porque en algunas prendas queda bien y así les doy un cambio.
El misterio llega cuando hablamos de la secadora; la ropa desaparece. Yo suelo ser la encargada de sacar las cosas de la secadora, ordenarlas y guardarlas. Pues bien, aunque el contenido de la secadora es el contenido íntegro de la lavadora, cuando estoy emparejando calcetines, me doy cuenta de que un porcentaje del 70% o más de la totalidad de los calcetines están sin pareja. Luego, al cabo de tres o más puestas de lavadora, y por consiguiente, de secadora, las parejas aparecen. ¿Por qué pasa esto? ¿Se tratará de algún extraño caso de abducción texil? Y no solo ocurre con los calcetines. Aunque es menos frecuente, a veces pasa con otro tipo de prendas, a las que se le pierde la pista durante un tiempo hasta que vuelven a reaparecer.
Otra incógnita es lo que le pasa a la ropa después de salir de la secadora e ir al depósito de ropa para planchar. ¡Puedes esperar semanas, y semanas y semanas hasta que encuentres la ropa!, bien ya planchada o bien por planchar. Algunas veces he estado más de un mes buscando una sudadera o un pantalón, aunque sea para ponérmelo sin planchar o planchármelo yo misma, pero nada, nunca consigo encontrarlos. Luego algún día me asomo por casualidad al montón de ropa para planchar y allí está, bien a la vista y como si siempre hubiese estado ahí. Entonces le pregunto a mi madre: "Mamá, ¿has puesto tú ese pantalón ahí?" Y ella me responde: "Cariño, ese pantalón lleva ahí semanas."
Y en ese momento eres capaz de escuchar de fondo la música de psicosis.

miércoles, noviembre 15, 2006

Diario de sueños: Pesadilla antes de Navidad

Se me ha ocurrido la idea de contar una pequeña historia a partir de un sueño, bueno, más bien una pesadilla, que he tenido esta noche. No suelo acordarme de mis sueños, pero ya que no se me ha olvidado este, aprovecho. La he titulado Pesadilla antes de Navidad porque ha sido una pesadilla, ha sido antes de Navidad, y el malo tenía un sospechoso parecido con Jack Skeleton (creo que es así). Es muy paranoico y he metido muchas cosas de mi propia cosecha, pero ahí va. Dicho esto, ¡que comience el espectáculo!

El dolor de cabeza era verdaderamente molesto. Se sentía mareada, como si estuviese en un avión que da peligrosas vueltas en el aire, como si quedara suspendida del revés. El autobús no hacía más que girar, girar y girar por aquel tortuoso camino entre montañas. La ventana estaba empañada y sólo se podían distinguir manchas difusas a través de ella. Con el puño de su jersey limpió un trozo y miró con atención. El paisaje gris y marrón pasaba rápidamente por el cristal de forma repetitiva. Las colinas estaban cultivadas, y sus frutos verdes contrastaban con el cielo plomizo.
A su lado, su compañera de asiento tenía los ojos cerrados y movía ligeramente la cabeza al compás de la música que oía por los auriculares. Se fijó en las demás personas del autobús. La mayoría de ellos no estaban preocupados; parecía que fuesen de excursión o de paseo por el campo, pero aquello no era un viajecito de placer y todos deberían saberlo. Sólo algunos como ella misma miraban por las ventanas con aprensión, deseando que el viaje terminara pronto. La muchacha apoyó su mejilla en una mano e intentó no pensar en nada, dejar la mente en blanco y tranquilizarse, invadida de repente por un frío intenso. Sólo le quedaba esperar a que llegaran al almacén.

Hacía mucho tiempo que Iris no subía al almacén, y apenas lo recordaba desde la última vez que fue, en compañía de su hermano mayor cuando aún era una niña que no sabía nada. Estaba anocheciendo; la luz del cielo iba apagándose lentamente sin dejar a su paso una sola estrella. Soplaba un viento helado que se colaba entre las ropas y olía a polvo. La silueta oscura e irregular del almacén se recortaba contra el cielo en lo alto de un montículo. La piedra desnuda y gris bajo la cual se alzaba estaba gastada por el tiempo y por algo más, y la entrada a los subterráneos era una rendija de oscuridad. Iris se estremeció, temblando de pies a cabeza como una hoja. No le gustaba nada aquel lugar. Estar allí la hacía sentir expuesta y vulnerable.
Del autobús bajaron los seis adultos que los acompañaban, cargando con sacos vacíos a sus espaldas y les hicieron un gesto para que se acercaran. Ella, la chica de los auriculares y tres chicos más se reunieron en torno a ellos. Los adultos iban armados. Iris no conocía personalmente a ninguno de ellos, y a tres de ellos solo de vista. En realidad no conocía a nadie a excepción de Steve, un chico que vivía en el mismo refugio que ella. Steve y ella se miraron. Él no parecía tener miedo aunque sabía que sólo era una fachada. Mientras se preparaba para salir había escuchado como en la habitación contigua, Steve discutía con su madre. Habían hablado en inglés, pero no hacía falta ser un genio para averiguar el motivo de la disputa.
Un hombre, el que parecía estar al mando, sonrió ampliamente. Iris sintió como la rabia crecía en su interior. ¿Cómo se atrevía a sonreír como si no pasara nada? ¿Acaso pensaba que eran unos niños tontos que no sabían lo que sucedía?
- Ya sabéis para qué hemos venido.- Dijo el hombre.- Esta es la visita bimensual al almacén para reponer las provisiones de los refugios. Para algunos de vosotros esta será vuestra primera vez, y os aseguro que no es tan peligroso como cuentan por ahí. Nosotros estamos preparados y tenemos armas. Vigilaremos la entrada del almacén mientras vosotros cogéis lo necesario del almacén. Tomad, aquí tenéis la lista. No tardéis demasiado.
Iris cogió la nota de papel doblado que le dio una de las mujeres con dedos temblorosos. Se dio la vuelta para dirigirse al interior del almacén detrás de los demás chicos pero se paró un instante al llamarle la atención un reflejo sobre el metal de una pistola en manos de unos de los adultos. Más que tranquilizarla, aquello sólo hizo que se sintiera más insegura.

Los subterráneos del almacén eran muy extensos y bastante profundos. Abajo estaba húmedo y costaba trabajo respirar. Con ayuda de unas linternas pudieron guiarse sin dificultades y encontrar las puertas de las despensas, numeradas del uno al siete. Iris miró su nota con atención y entró en una despensa cualquiera en busca de los alimentos y utensilios que aparecían en la lista. Se quedó atónita cuando iluminó con la linterna el interior de la habitación. Estaba atestada de estantes llenos con cajas de comida, medicinas, botiquines para primeros auxilios, mantas, algunas ropas viejas, incluso juguetes para niños pequeños. Hacía tanto tiempo que no veía nada así… En el refugio no había nada con lo que entretenerse, no había dulces y las comidas estaban racionadas mediante cupones. Miró la lista con apenamiento y lamentó no poder llevarse algo más.
Mientras metía en un saco las cosas que necesitaba escuchó como los demás hablaban entre sí. La chica de los auriculares tarareaba una canción y silbaba, y el chico que había ido con Steve no hacía más que hablar y hablar, sin esperar a que él le contestara. Una suerte, porque Steve tal vez no lo entendiera demasiado bien. Era norteamericano y aunque llevaba ya siete años en su mismo refugio, Iris nunca lo había escuchado hablar español.

Salió de la despensa arrastrando el saco a sus pies y cerró la puerta con el número tres. El muchacho que iba con Steve salía también en ese mismo momento, diciendo:
- No entiendo porqué no podemos comer todo eso que se cultiva fuera…
- ¿Acaso no sabes nada?- Preguntó el otro chico, con el entrecejo fruncido.- Lo que se cultiva fuera no nos pertenece, es de ellos. Además, está envenenado, para nosotros es mortal.
El chico palideció y cerró la boca. Steve alzó las cejas; parecía satisfecho. La chica de los auriculares salió por fin, sin dejar de silbar. Tenía en la mano una barrita de chocolate. Miró a los demás de forma traviesa, guiñó un ojo, escondió la chocolatina en un bolsillo y empezó a subir hacia la salida.

Cuando salieron, era completamente de noche. Los adultos los esperaban cerca del autobús, con armas en mano y alguno fumándose un cigarrillo. Al verlos salir abrieron el guarda equipaje del vechículo y los ayudaron a dejar allí los sacos con las provisiones.
Cuando Iris se sentó de nuevo en su asiento y miró por la ventana para ver el almacén cada vez más lejos se sintió inmensamente bien y tranquila. Sabía que aún no estaba segura, pero al menos ya iban de regreso a casa. Suspiró feliz y advirtió la cabeza había dejado de dolerle. Ya no hacía frío, y el ambiente del autobús, extrañamente caldeado, la tentaba a dormirse. Sin embargo resistió. Debía mantener los ojos abiertos a toda costa.

En la sala común del refugio todo estaba como siempre. Junto al fuego, los más ancianos, enfundados hasta los ojos en sus mantas, hablaban en voz baja de asuntos sombríos. Las familias recién llegadas, normalmente parejas jóvenes con hijos pequeños, descansaban en los sofás, agarrados de las manos y con miradas perdidas mientras los niños, felices, jugaban con otros más mayores, sin ser conscientes de nada. Iris recordó que ella solía hacer lo mismo a su llegada, vigilada siempre por la atenta mirada de su hermano mayor. Estaba cansada, tenía sueño y sólo quería cerrar los ojos y dormir. Había cogido la manta que cubría la cama de su habitación, se había sentado en el suelo cerca del fuego y mientras miraba a los niños jugar, disfrutaba de la agradable sensación de que el sueño se apoderaba de ella. Estaba a punto de quedarse dormida cuando alguien le dio un golpecito en el hombro. Abrió los ojos de golpe, sobresaltada y se encontró con Steve, quien se había sentado a su lado y la observaba fijamente.
- ¿Te llamas…Iris, no es?
- Sí, me llamo así. Tú eres Steve.

El muchacho asintió con la cabeza. Hablaba con torpeza y parecía cohibido, como si quisiera decir algo y no se atreviera.
- ¿Qué le pasó a…tu hermano?
La mirada de Iris se ensombreció y las manos le temblaron ligeramente. Se tapó más con la manta y miró a Steve, que esperaba pacientemente.
- Mi hermano…se perdió. Lo enviaron en una partida de exploración más allá de nuestros terrenos. Recuerdo que quería encontrar otros lugares donde construir más refugios porque llegaba más gente de la que podíamos albergar. Pero…nunca regresó. No sé si está muerto, o vivo, sólo que está perdido. Igual pasó con los demás miembros de la partida. ¿Por qué me lo preguntas?
Steve agachó la cabeza con tristeza y entonces Iris se dio cuenta de que se había equivocado al deducir el motivo de la discusión del chico con su madre. Sintió una punzada de lástima por él.
- Tu madre también se va a ir, ¿verdad?
Pero Steve no pudo responder. En ese instante se oyó un grito al otro lado de la puerta acorazada que llevaba a las despensas propias del refugio, y luego, un silencio espeluznante roto al final por una risa inhumana que hizo que a Iris se le congelara la sangre en las venas. Nadie se movió ni habló, nadie ni siquiera respiró. De repente la puerta se abrió de golpe. No se veía nada, sólo una oscuridad que parecía tener ojos y garras, una oscuridad viva y llena de maldad. En el suelo, muerto sobre un charco de sangre, estaba Path, uno de los adultos del refugio. Se escuchó una voz que sonó como la de la propia muerte:
- Abandonad este lugar si no queréis morir…



lunes, noviembre 13, 2006

Felicidades a ti, felicidades a tu

Pues felicidades, mi querida Pía, aunque ya te las di adelantadas ayer por msn y además, dudo que te pases por aquí y lo veas, pero bueno, no importa ^^
Lo tengo decidido, un día iré a hacerte una visita a Chile. Si me toca la lotería, será una de las primeras cosas que haga y si no me toca... cuando tenga el dinero suficiente, también será una de las primeras cosas que haga. Se te echa de menos por aquí, ¿sabes? No es broma, aunque sí un poco sentimental. Pero es verdad. Tengo una foto tuya y mía en mi mesa de cuando fuimos de excursión al castillo de la calahorra. Tú estás muy bien, pero yo tengo unas pintas... ¡Estoy horrible! Con las gafas, sin un diente... y muy mal en general. Tengo más, de una vez que fui a la piscina de la universidad con vosotros, y además un trozo de papel donde pusiste mi nombre cuando nos regalaste una pulsera a cada una antes de irte. También recuerdo cuando fuimos a despedirte al aeropuerto... creo que te di una carta, ¿verdad? No me acuerdo de lo que decía. Bueno, ya vale de sentimentalismos, que me pongo y no paro. En fin, que felices dieciocho años Pía.
Desde Granada, España, tu amiga Ana ^^ que te quiere mucho! y que no se olvida de ti!
PD: que cursi soy xD

viernes, noviembre 10, 2006

My computer hates me

Estoy ya hasta los p_ _ _ _ c_ _ _ _ _ _ de mi ordenador. De verdad, es desesperante. No sé que puñetas le pasa pero...¡me entran ganas de lanzarlo por la ventana! Eso sí, no creo que eso resolviera el problema que tiene, pero es una fuerte tentación. Resulta que, cuando le da la gana, va y se reinicia solo. Y es muy jodido.Suele ocurrirle cuando estoy haciendo varias cosas a la vez, como por ejemplo, tener abierto el word, hablar por msn, ver un par de páginas web y escuchando música. Solo eso, y de buenas a primeras la pantalla se pone negra con un "puf" y ala, reiniciando. Y se me pierde todo lo que estaba haciendo. Me daba mucho coraje cuando estaba escribiendo algo en el word, porque claro, yo no tengo premoniciones y no sé cuando al ordenador le va a dar por apagarse, así que no sé cuando guardar. Intento guardar de vez en cuando, pero se me olvida -__- Ahora escribo menos en el word, pero lo que más me molesta es que no puedo jugar a nada. En cuanto llevo más de quince minutos, puf, adiós. Y si sigo jugando, eso pasa casi cada cinco minutos.
TT---TT creo que es odio. Ya lo llevamos a arreglar varias veces, pero no supieron qué le pasaba y se quedó el problema sin solucionar. Seguramente me tiene manía... pero en fin, hay que aguantarse. Es mi ordenador personal, para mí sola, en mi cuarto y con internet.
Podría ser perfecto... pero no, tenía que tener algo malo, como no ¬¬ que todo estuviera bien sería demasiado bonito.

martes, noviembre 07, 2006

Cambio de "look"


Es curioso lo bien que sienta un simple corte de pelo. Siempre me siento genial después de ir a la peluquería, como si fuera una chica nueva, con más valor, más fuerza y más poder de seducción. No es algo que quiera aparentar, es algo que siento interiormente. Y me encanta, a menudo sólo me siento así en esas ocasiones.
Llevaba ya un tiempo indecisa, sin saber si cortarme el pelo o no. A mí siempre me ha gustado el pelo corto, de hecho, no sólo me ha gustado, sino que casi siempre lo he tenido así. La única vez que llegué a tener el pelo pasándome los hombros fue para mi comunión, y me lo corté justo al día siguiente. No lo soportaba, era un auténtico fastidio. Lo peor era el secador, horas y horas secándome el pelo, y lugo encima se me hinchaba. O como me pasó una vez, que se me quedó enredado uno de esos cepillos redondos de púas. De los tirones que me daba mi madre para sacarlo acabé con la cabeza insensible. Al final hubo que cortar por lo sano, como dicen. La vez que más corto lo he tenido fue hace dos años, a mi entrada en el instituto. Necesitaba darme un cambio de aires, darme a conocer de otra forma a como siempre me había visto la gente, y volví a cortar por lo sano. Me lo corté mucho, pero quedaba chulo. Además de corto, me lo puse de punta. Me gustaba mucho, y luego me lo teñí de rojo. Parecía otra.
Esta vez no he llegado a esos extremos. Me lo he dejado de melenilla, justo para no tener que secármelo y poder dejarme las puntas hacia afuera. Y paso de volver a teñírmelo, así está bien.
Juro que esta vez he intentado dejármelo crecer, pero está comprobado: es imposible. Yo y el pelo largo no somos compatibles. Me da un poco de pena, pero estoy en la gloria con mi pelo más corto. Es como una liberación. Creo que si he aguantado tanto fue por una apuesta que hice con un amigo: quién se lo cortara antes, invitaba al otro a comer. Y comer gratis es un buen aliciente para esforzarse. Gané yo ;) y todavía me debe una comida en el wok.

jueves, noviembre 02, 2006

Mis pinitos como fotógrafa

Bueno, aquí os dejo un muestrario de algunas fotos hechas por mí. No son gran cosa, pero a mí me gustan. La mayoría están hechas desde mi ventana o desde mi tejado, y la temática no es demasiado variada, pero en fin... soy una forofa de los atardeceres y amaneceres, siempre que veo alguno que me gusta no puedo resistirme a fotografiarlo. Quiero hacer algún curso de fotografía...




Esta la hice en... Almería creo, tiene un par de años ya y no lo recuerdo bien, pero bueno, está curiosilla, ¿no?



Desde mi ventana. La torreta esa blanca que veis ahí es parte del cuartel que hay al lado de mi casa.



Esta la hice en Madrid, hace también tres años o así. No sé exactamente porqué salió así azulada pero la verdad es que queda bien ^^



En... ah, sí, en el Castillo de la Calahorra, que para quién no lo sepa, en realidad es un palacio renacentista hecho en Italia y exportado aquí. Está de camino hacia Almería, sino recuerdo mal.



Desde mi tejado, ya anocheciendo. Podría haberse captado mucho mejor, pero mi cámara no da para tanto -_-



Desde mi ventana, no me acuerdo de cuando la hice ^^u



Y esta también desde mi ventana, hace un par de días o tres.

Lo sé, no son muy originales, pero intentaré variar. Necesito ver más mundo.

martes, octubre 31, 2006

Maní y Kiko


Este es Maní. Es el mayor (tanto en edad como en envergadura) de mis dos gatitos (el diminutivo es sólo de índole afectuosa). Tiene... creo que ocho años, ocho o siete. Es la primera de mis mascotas que me ha durado tanto tiempo (las anteriores fueron dos tortugas, tres pájaros y dos hámsters). Está muy gordo y es enorme, pesa alrededor de los nueve kilos, pero no está tan gordo como para no poder moverse. Es que su padre era grande de huesos y él le ha salido a él. La historia de Maní no es muy atípica. Mi hermano y yo estábamos dándole la tabarra a mis padres porque queríamos un perro, pero ellos decían que nanai. Un día, una chica de mi clase, anunció que regalaba gatitos. Yo sé lo dije a mi madre y tras mucho batallar con ella me salí con la mía. Unos días después fuimos a recoger a Maní. También nos llevamos una gatita, a la que mi abuela llamó Petunia, pero que por desafortunadas casualidades de la vida, acabó atropellada por un camión después de que se la diésemos al encargado de una papelería donde yo daba clases de pintura (las recibía).
Le decimos vaquita, porque cuando maulla hace: "muuu" y es un moscón, le encanta que le rasquen en la barbilla. Eso sí, es un miedica cuando se trata de ir al veterinario.





Y este es Kiko, el pequeño y más travieso. En la foto lo podéis ver durmiendo en mi cama. Sí, le gusta mucho la compañía, y muchas noches se queda durmiendo a mi lado. A veces es un tanto molesto pero... miradlo, no tengo valor para moverlo de ahí. Kiko tiene cinco años y su historia es más especial. Un día en que mi madre acompañaba a mi hermano a clase, se lo encontró en la calle, a punto de pillarlo un coche. Todas las demás madres lo estaban acariciando y cogiendo, diciendo "pobrecito, casi lo pillan". Y al ver a mi madre todas dijeron: ¡anda! ¿por qué no te lo quedas tú, que ya tienes uno? Y al final acabó mi madre con el gato en la mano y sola. Así que se lo trajo a casa mientras pensaba qué hacer con él. Yo cuando lo vi me quedé encantada. Adoro (y no exagero) a los gatos, es una pasión que no se puede explicar con argumentos racionales. Pero el problema era mi padre, que no quería más animales en casa. Afortunadamente, lo convencimos. Le llamamos Kiko porque el otro se llamaba Maní.
Es mucho más malo que Maní, que es un tranquilón y nunca hace nada. A este le gusta curiosearlo todo, tirar todo lo que se encuentra a su paso, olerlo y morderlo. Y cuando juega, no se conforma con morder, sino que te mastica. Pero es tan lindo... que no se lo puedo reprochar.

12 fotos formato carnet a 2.90 euros

Sí, muy baratas pero odiosas. De verdad, odio hacerme fotos de esas. Ya de por sí no soy una entusiasma chupa cámaras porque casi siempre salgo mal, pero es que las de tipo carnet son las peores. Creo que no recuerdo ninguna vez que haya salido decentemente en una. Sin embargo, ayer tuve que hacerme unas. ¿Por qué? Pues porque las necesitaba para las seis puñeteras tarjetitas de las asignaturas de la facultad. "Che schifo" o como diríamos nosotros, "qué asco". ¿En serio alguien piensa que los profesores no tienen nada mejor que hacer que pasarse las tardes mirando las tarjetitas y esforzándose por asociar cada nombre a la fotografía? Sí, claro, y qué más.
Bueno, el caso es que fui a hacerme las fotos. La tienda estaba llena de gente, una cola de personas que esperaban para hacer fotocopias y otras que querían comprobar sus cupones de la primitiva. Hacía un calor horroroso, y yo que soy de piel blanquita, enseguida estaba como Heidi, con los coloretes sonrosados en las mejillas. Qué vergüenza. Para colmo, la silla y la pantalla donde aparece la fotografía, estaba a la vista de todo el mundo. Eso me hizo ponerme más colorada.
Al final me tocó a mí, después de que una señora mayor se me colase descaradamente para comprobar la primitiva, en la que no le tocó nada. Compró más cupones y se marchó. Menos mal que para cuando tuve que sentarme en el taburete enfrente de la cámara de fotos, había mucha menos gente en la tienda. Si no, en vez de Heidi hubiese parecido un tomate. Me dice que me ponga recta (en realidad que me torciese hacia la derecha porque la cámara estaba mal colocada) que agache un poco la barbilla y que sonría. Sí, sonreír. Lo intenté, pero el resultado no fue muy convincente. Bah, a mí me daba igual, yo no me iba a quedar las fotos, ni siquiera pensaba guardar las seis que me sobraban. Mi cara salía en la pantalla, a la vista de todos. Yo intentaba mirar al suelo. Por suerte el martirio no duró mucho. Mi cara desapareció y sólo tuve que esperar unos minutos hasta que el hombre imprimió las fotos, las cortó y me las dió.
Espero no tener que hacerme fotos de carnet en muuucho tiempo.

lunes, octubre 30, 2006

Su nombre en un trozo de papel

A veces pienso que vivo anclada en el pasado. No me refiero a que no viva el presente, o no esté continuamente acordándome y arrepintiéndome de cosas que hice. No es eso, pero suelo pensar en mi pasado, sobre todo porque echo de menos ciertos momentos o a ciertas personas. No es que mi pasado fuera una maravilla, ni que me lo pasase estupendamente; más bien todo lo contrario: no tengo un pasado del que estar orgullosa. Hace unos años atrás, y tampoco demasiados, yo era bastante tonta y la opinión de la gente influía mucho en mí. No es que fuera estúpida, al revés, aprobaba y solía ser de las listas de la clase, tal vez por eso se metían tanto conmigo y con las que eran como yo, las mortadelas de la clase, como nos solían llamar. En fin, no es para acordarse y suspirar diciendo: ¡oh, que buenos tiempos aquellos! Como he dicho, si echo de menos algunas cosas de mi pasado, son unos cuantos momentos y a unas pocas personas.
El fin de semana pasado, limpiando el polvo de mi habitación (el cual tiene un gran carácter sedentario) encontré algo curioso en un cofrecito de madera donde guardo canicas y cosas por el estilo. Encontré un papelito recortado en el que había escrito un nombre, y escrito por esa misma persona. Me hizo mucha ilusión y me quedé un bue rato mirando el papelito con una sonrisa en la cara. Sé que es una tontería, porque precisamente la persona que escribió su nombre en ese trocito de papel se portó muy mal conmigo, me dio la espalda y no he vuelto a saber nada más de él. Además, muchos de mis amigos siempre me han dicho que ni siquiera merece que me acuerde de él, o que malgaste mi tiempo pensando en aquellos "buenos tiempos", pero no puedo evitarlo. Porque precisamente, en mi feliz y grandioso pasado, unos de los pocos momentos que realmente fueron, no buenos, sino muy buenos, fueron tales gracias a esa persona. Y por ese motivo guardé aquel trozo de papel con su nombre escrito por él en el cofrecito de madera, como si fuera un tesoro.
Sé que probablemente no vuelva a saber de él, y por supuesto, que las cosas nunca serán lo que fueron, pero me siento contenta guardando ese papel como símbolo de los mejores momentos de mi pasado. ¿Y qué más da si lo hago? Sólo son unas letras garabateadas en un trozo de papel.

domingo, octubre 29, 2006

Odisea nocturna

No sé que hora sería cuando un zumbido muy molesto me despertó, echando a perder el agradable sueño que tenía en esos momentos. Muy asustada escondí la cabeza debajo de las sábanas hasta que el zumbido dejó de oírse. Y es que yo le tengo una auténtica fobia a los insectos, una fobia que creo que no soy a poder superar en mi vida. Sólo con oír un zumbido me pongo nerviosa y empieza a picarme todo el cuerpo, no lo puedo evitar.
Al salir de debajo de la manta me doy cuenta de que tengo un bultito blanco en la mano. ¡Y descubrí el misterio de los zumbidos! ¡Son mosquitos, malditos y asquerosos mosquitos! Y yo pensando toda mi vida que eran avispas, que de vez en cuando, en verano, les da por anidar en un hueco al lado de mi ventana. Pero avispas, en invierno, por la noche, y en mi cuarto con la ventana cerrada como que no. Además, aquella picadura que ya empezaba a molestar lo confirmaba: mosquitos.
Me levanto de la cama, enciendo la luz y me voy al cuarto de baño. Tengo dos picaduras, una en la mano y otra en la cara. Vaya mosquito más capullo. Vuelvo a mi cuarto, me acerco con cautela a la cabecera de mi cama y cojo las gafas. Me las pongo y miró alrededor intentando buscar al culpable de mis picaduras. Sin embargo, no lo encuentro. Reticente, me vuelvo a acostar, esperando que mi gato pequeño viniera a dormir a mi almohada, como hace casi todas las noches. Si yo soy capaz de oír un mosquito, él seguro que lo oye y con suerte, tal vez consiga cazarlo. Pero Kiko no viene. Ya estaba yo más tranquila, apunto de dormirme, justo cuando el zumbido, esta vez más fuerte, suena cerca de mi oreja. Me meto debajo de la manta, pero sigue sonando, así que me levanto corriendo, cojo las gafas, enciendo la luz y me salgo de la cama. Miro a todos lados, pero no hay ni rastro del puñetero mosquito. No sé qué hacer. Sé que ya no voy a poder dormirme sabiendo qué está rondando por ahí, así que con cuidado de no hacer demasiado ruido, voy en busca de dos armas secretas para combatir a los mosquitos. Me adueño del antimosquitos y lo enchufo en mi habitación, y recojo del pasillo a mi pequeño Kiko, que sentado en una esquina me miraba con los ojos entrecerrados y cara de sueño. Pongo a Kiko en la almohada, reviso la habitación, y me acuesto, hecha un ovillo y completamente tapada; no quiero correr riesgos.
Al cabo de unos minutos no pude aguantar más, me estaba asfixiando ahí metida, qué calor. Así que al final salgo de debajo de las mantas. Kiko está ya durmiendo en la almohada, eso me dada seguridad. Sin darme cuenta vuelvo a quedarme frita, y del mosquito, ni idea. ¡Menos mal! Aunque el recuerdo de su visita va a molestarme unos cuantos días. Yo pensaba que al menos en invierno estaba a salvo de ellos. Obviamente, me equivocaba.

viernes, octubre 27, 2006

Mi vieja mochila


Me he dado cuenta de cómo me reconocen las personas a las que conozco cuando me ven de lejos, o cuando van en el autobús. No es por mi deslumbrante belleza, ni por mis… llamémoslos, destacados atributos femeninos; para eso soy una chica muy corriente. Y es que soy conocida como “la chica de la mochila”. Decidí escribir este post en honor a mi querida mochila que tantos momentos ha pasado conmigo: risas, llantos, momentos alegres o de extrema tensión, en la luz y en la oscuridad, durante las inclemencias del tiempo y hasta que la muerte nos separe. Mi mochila es una mochila ya vieja, no recuerdo ya desde cuando la tengo… puede que desde hace cinco o seis años. Es blanca y azul oscuro, aunque más bien parece gris y azul oscuro. No es un bolso de mano, ni tampoco una mochila para el colegio ni de viaje. Es una mochilita colleja y pequeña, pero donde caben muchas cosas. La funda de mis gafas, en verano también la de las gafas de sol, mis gotas para las lentillas, el móvil, algún bolígrafo que otro, si voy ese día a la biblioteca llevo además un par de libros, y cuando llevo chaqueta y no me apetece llevarla en la mano, la comprimo y la meto a presión. Sí, la pobre ha sufrido mucho. Ella siempre me ha sido fiel, pero yo no puedo decir lo mismo. A pesar del gran afecto que le tengo, tengo la mala costumbre de olvidarme de ella. No es raro que salga de una tienda y al cabo de un rato tener que volver corriendo porque me la he olvidado allí. O como me pasó una vez en Barcelona, que salí de una cafetería y escuché a una guiri gritándome “Excuse me, excuse me!” y llevando mi mochila en la mano. ¡Que buena persona aquella muchacha extranjera! Pero mi peor falta fue cuando abandoné a mi querida mochila en una estación de servicio en un trayecto de Gerona-Granada (sin ser apropósito, por supuesto). Ya llevábamos media hora de viaje desde que salimos de la estación de servicio cuando la echo en falta. Casi me pongo a llorar de rabia por tener en vez de cerebro, una olla de grillos. Nos detuvimos en la siguiente estación de servicio y llamamos por teléfono para ver si la habían recuperado. ¡Menos mal que sí! Tardaron una semana o un poco más en enviármela, pero llegó a casa sana y salva. Pues lo dicho, que somos inseparables mi mochila y yo y yo y mi mochila. Y por ello, por el gran cariño que te tengo, mi intrépida compañera de viajes y aventuras, por no haberme fallado nunca y por una gran fortaleza al paso de los años digna de mención, te dedicó este post, mi querida mochila. Brindaré a tu salud y por todos los años que espero que pases a mi espalda.

La senda de la inmortalidad

He visto una encuesta en la que preguntaban si elegirías ser mortal o no y me he preguntado al respecto. Es muy frecuente que en los libros, sobre todo los de fantasía o ciencia ficción, aparezcan personajes inmortales, que gozan de eterna juventud y gran experiencia y sabiduría. Y cuando leemos, seguro que todos hemos pensado lo genial que tiene que ser ser inmortal, no morir nunca. En cambio, si de verdad tuviéramos la oportunidad de elegir serlo o no, ¿qué escogeríamos? Yo me quedaría con la vida simple y mortal que tengo ahora. Porque, pensándolo bien, ser inmortal no es tan genial como podemos pensar. ¿Qué sería una vida eterna, condenados a ver morir a la gente que te rodea, a la gente que te importa, a la que quieres, a la que amas? ¿Podríais soportarlo? ¿Podríais soportar qué toda persona a la que toméis afecto, muera? Y siempre así, siempre perdiéndolos. Yo no. No lo aguantaría. Prefiero nacer, vivir y morir, a eso. Y si no tuviera más remedio que aceptarlo, intentaría no relacionarme con las personas. Debe ser muy triste vivir de esa forma. O incluso si pudiera conservar a algunas personas a mi lado en una vida eterna, puede que aún así no la eligiera. No temo a mi muerte, pero sí temo que el mundo se acabe. Me da miedo pensar en como puede evolucionar la crueldad del ser humano. Si es hoy en nuestros días y no entiendo algunas cosas que pasan por el simple hecho de que hay personas con mucho poder que son insensibles, crueles, egoístas y demasiado necias. No las comprendo y me asustan. Nos estamos cargando nuestro propio planeta, puede que nos estemos conduciendo a nuestra propia extinción. No entiendo esa tendencia que el ser humano parece tener hacia la destrucción y la autodestrucción, y no me gustaría estar allí para ver cómo sucede.
Todo esto también me lleva a otro interrogante... ¿Qué hay después de la muerte? ¿Porqué tenemos miedo a morir? No sé qué puede haber, y es por eso, por esa incertidumbre, por lo que la gente teme a la muerte. El cielo, la reencarnación, la desdicha de convertirnos en almas en pena o en fantasmas vagabundos... Si la llave al reino de los cielos es la fe, creo que me quedo fuera. Y si el cielo no existe, ¿dónde encontramos respuestas? Podemos acudir a la ciencia, a la teoría de que en el universo siempre hay el mismo número de materia, de que en nuestra composición humana tenemos polvo de estrellas, o partículas que han estado viajando por galaxias lejanas. Según eso, podría existir una especie de reencarnación. Si morimos, nos incineran, y esparcen nuestras cenizas en la tierra donde se hunden las raíces de un árbol, ¿pasamos a ser parte del árbol? ¿nos reencarnamos en él?
Bah, sólo puedo especular, y tampoco me gusta hacerlo. Creo que es una tontería pasarse la vida preguntándose qué hay después... La vida la tenemos para vivir, ¿no? Pues a vivir se ha dicho. Y venga lo que venga después... ya veremos xD

jueves, octubre 26, 2006

¡Socorro, soy invisible!

Yo no soy una persona que juzgue a la gente cuando la veo por primera vez, y no es por presumir. En serio, no me gusta nada ese tipo de gente que se creen capaces de juzgarte solo por las apariencias. Pero hoy en clase, bueno, más bien desde ayer, le he pillado manía a una chica. Es normalita y no tiene pinta rara, ni de mala persona, ni nada extraño, al revés, si tuviera que destacar algún aspecto suyo, sería que parece una chica muy normal. Pero hizo una cosa que me pone de muy mala leche. Y no son ni paranoias ni celos, es que me molesta mucho que me hagan algo así. Estaba yo sentada, al lado de mi novio, hablando de cualquier tontería, y ella estaba sentada en la fila de delante con sus amigas. Se da la vuelta y empieza a hablar con nosotros. Nada, hasta ahí todo normal. Pero después de las dos primeras palabras pasa de mí, es más, ni siquiera me mira. Se queda sólo hablando con mi novio. Y así durante lo que quedaba de clase, vamos, como si yo no estuviera allí o fuera invisible. Menos mal que esa era la última clase. Joder, me cabrea mucho eso. ¡Pero es que hoy lo ha vuelto a hacer! En la primera hora, que estaba sentada delante, se da la vuelta y empieza a hablar con él. He estado por decirle algo, de verdad, pero no era plan de armar lío por eso. Grrr... y repito, no es por celos. Si hubiera sido otra persona en vez de novio me hubiera molestado igual. A lo mejor soy muy susceptible, o tengo un gran poder de empatía y soy capaz de ponerme en el lugar de las paredes o del aire... porque así es exactamente como me siento, como una pared o como si fuera aire. Y no es nada agradable.

*The End*


Hoy he acabado la novela que llevo escribiendo desde hace dos años. Estoy, como dicen, que no quepo en mí de felicidad. Cualquiera que me estuviese viendo en estos momentos pensaría: ¿sé puede saber que hace esa tía mirando la pantalla del ordenador con cara de gilipollas? Y tendría toda la razón del mundo, porque es justamente la cara que tengo. Dios, no puedo créermelo aún. Llevo casi seis años escribiendo, y aunque nunca he dejado de hacerlo, es la primera de mis historias que termino. Me ha costado sí ^^u pero por fin he podido ponerle la palabra "fin" a uno de mis escritos. Sin embargo mi felicidad no se debe a eso. Se debe a que he dado un paso más en mi sueño de convertirme en escritora. No quiere decir que el haber terminado una novela me vaya a garantizar el éxito, es más, puede que nunca lo consiga. Publicar un libro es complicado, y aún me queda mucho trabajo: corrección, reescribirla, y volverla a corregir, pero soñar es bonito y nadie me lo va a prohibir. Ni nadie me va a quitar lo mucho que he disfrutado escribiéndola, dando forma a mis personajes, haciéndolos crecer, amar, cometer errores y convertirse en personas valientes.

miércoles, octubre 25, 2006

Más humanos

¿Alguna vez habéis encontrado un lugar donde verdaderamente consigáis estar en paz? ¿Donde podáis sentir que nadie os va a molestar, a interrumpir? ¿Donde nadie os va a ver, os va a escuchar? Un lugar donde sólo existas tú y lo que tú quieras que exista en ese momento. Yo sí. Es el tejado de mi piso. No es un tejado propiamente dicho, es más bien la terraza que hay en lo alto del todo, donde se tienden las sábanas y la ropa. No es un lugar bonito, ni las vistas son espectaculares, pero para mí es ese sitio donde las cosas dejan de tener importancia, donde se detiene el tiempo. Cuando subo allí, a ver el atardecer, me siento bien, me siento diferente, pero bien. Me siento... más humana. Sí, esa es la expresión. Me siento más humana. Me apoyo en la barandilla, que está un poco oxidada, y dejo de pensar. Miro el cielo, las nubes pasar, cómo el sol se esconde enrojeciéndolo todo, y sonrio.
Hace mucho tiempo que no subo a mi tejado, pero pronto lo haré. Necesito inspiración, y ese es el lugar idóneo para buscarla. Sé que tengo suerte de tener un lugar así, es un verdadero tesoro. Todo el mundo debería encontrar el suyo propio. Si todos nos sintiéramos a menudo más humanos, tal vez lo fuéramos con más frecuencia.