sábado, diciembre 23, 2006

Leon (3º capitulo)

Egas le encargó hacer algo muy extraño que dejó al muchacho con los ojos y la boca abierta, además de conseguir una perfecta expresión de absoluta estupidez. El anciano elevó la mirada al cielo con un juramento y le golpeó sin reparos en la cabeza con el extremo de su bastón. Leon se quejó y se le escapó una maldición. Egas hizo ademán de golpearle otra vez y el joven se apresuró a salir fuera de su alcance. El viejo frunció el entrecejo.
- No huyas.- Le reprendió con brusquedad.- Pareces un conejo asustado; así nadie te va a tomar en serio.
- Nadie me toma en serio, de todos modos.- Repuso él.
- Y deja de quejarte, pareces una vieja.
Leon se mordió la lengua para contener las palabras que le veían a la mente como un torrente desbordado.
- Sinceramente, maestro, creo que he entendido mal tus instrucciones.
- Nunca admitas que no sabes algo.- Le riñó el anciano.- Por los dioses Leon, ¿es que no te he enseñado nada?
- Procuraré tenerlo en cuenta de ahora en adelante.- Farfulló él, con ira contenida.- Pero, ¿podéis repetirme lo que tengo que hacer?
- Tienes que ir al manantial junto al volcán.- Repitió, acomodándose en la silla junto al fuego.- Allí hay un pequeño altar. Debes rendir oración y depositar una ofrenda. Luego regresa.
- ¿No se supone que iba a prepararme para la misión?- Replicó Leon, parpadeando con perplejidad.
- Me temo que ni un mes entero lograría arreglar todos tus defectos.- Dijo Egas abruptamente.- Así que lo único que puedes hacer es llevar a cabo el ritual tradicional e implorar suerte a los dioses. Ojala se apiaden de ti.
Leon tuvo que hacer gala de todo su autocontrol para no lanzarse con las manos abiertas al cuello desprotegido del anciano. Una cosa es que dijera que no era de los mejores, e incluso podía soportar que insinuara que no tenía futuro como héroe, pero que dijera que era más provechoso rezar que prepararse, que lo único que le quedaba era confiar en que los dioses decidieran ayudarle o no, era demasiado. Sin embargo, no se atrevía a dejarle claras sus opiniones al respecto, aunque se moría de ganas por hacerlo. Si lo hacía se exponía a la posibilidad de que el viejo se enfureciera con él y le negara partir en la misión. Rojo como un tomate y con los ojos echando chispas, murmuró apretando los dientes:
- ¿Y qué debo de ofrendar?
- No sé, lo que prefieras. Algo bonito que encuentres por el camino servirá. Pero que al menos sea bonito; vas a necesitar mucha suerte.- Observó al joven, que clavado en el suelo temblaba de ira.- ¿A qué esperas?

Mientras dejaba atrás la torre en dirección al bosque que cercaba el valle como una sólida muralla, Leon sentía deseos de gritar de rabia hasta quedarse sin voz. Su aventura no estaba teniendo el comienzo que había imaginado y la emoción que había sentido en un primer momento se iba desvaneciendo lentamente. Siempre había sospechado que Egas lo odiaba un poco, pero ahora estaba completamente seguro. Lo había pintado como un monigote patético incapaz de hacer nada a derechas. Y como gota que colmaba el vaso, estaba aquel tal Vance. Solo con pensar que tendría que aguantar a aquel picapleitos se ponía de los nervios. Estaba casi seguro de que su presencia sería una auténtica molestia y que le robaría todo el protagonismo. Seguro que, aunque consiguiera rescatar a la princesa sin la ayuda de nadie, de vuelta al valle no lo creerían y todos pensarían que sin duda lo había logrado gracias a la ayuda de Vance.
Miró apesadumbrado al los árboles, cada vez más estrechos, que elevaban sus ramas como brazos extendidos, tapando la luz del sol sobre su cabeza. A Leon no le gustaba el bosque; siempre le había dado miedo, aunque nunca lo había admitido. Aún recordaba perfectamente la noche que pasó en su interior cuando era pequeño. Después de que Eör lo dejara en la torre, Leon intentó escaparse. Estaba solo en un lugar desconocido y rodeado de personas que le inspiraban un terrible pánico irracional, así que unas semanas después de su llegada, se escapó por la noche. Intentando salir del valle, se internó en el bosque y se perdió. Fue la noche más horrible de toda su vida, y todas las cosas que vio se le quedaron permanentemente grabadas en su memoria. Aunque era cierto que en el valle no había nada peligroso, en el bosque habitaban extraños seres. Y para un niño temeroso de seis años eran auténticos monstruos. Leon no durmió aquella noche; se la pasó en vela, sollozando y temblando de miedo observando las sombras que se movían entre los árboles como espectros malditos. Y aún, doce años después, seguía mirando los troncos oscuros con una mueca de profunda desconfianza.
El aire estaba viciado, y lleno de sonidos misteriosos. Cascabeles se escuchaban en lo alto de los árboles, y entre las hojas, de miles de verdes diferentes, el viento susurraba algo parecido a una canción. Risas, a veces palabras ininteligibles y gruñidos. El delicado sonido de una flauta mezclado con el lejano murmullo del agua al caer, que parecía susurrar palabras secretas. También había ojos puestos en él, algunos con curiosidad, otros con avidez y con recelo. No podía verlos, pero de vez en cuando le parecía que algo brillaba en el límite de su visión y la piel le picaba. El bosque estaba vivo y eso le ponía los pelos de punta. Además, allí siempre hacía más frío y había muy poca luz. Se arropó con la capa y aflojó la espada en su vaina. Sabía que era una tontería, pero lo hacía sentir más tranquilo. A pesar de ser pleno día, la pálida figura de un búho ululó de forma tétrica desde las ramas. Leon se estremeció y siguió caminando deprisa, intentando dejar atrás la parte más sombría del bosque cuanto antes. De repente, algo se cruzó en su camino como un relámpago negro. El joven de detuvo, como si lo hubieran apuntalado en el suelo, con cara de espanto y conteniendo la respiración. Su mente se había quedado en blanco y ni siquiera se le ocurrió la idea de desenvainar su espada. Todo se sumió en un silencio antinatural y hasta el aire permanecía inmóvil. Unos segundos breves bastaron para que se repusiera de la impresión y comenzó a pensar lúcidamente. Recordó los conceptos básicos del comportamiento de un héroe y empezó a repetirlos en voz baja para armarse de valor.
- Valentía, fuerza, dignidad..., valentía, fuerza, dignidad… ¡valentía, fuerza y dignidad! Si sientes miedo, no lo demuestres, sino sabes lo que hacer, aparenta que sí lo sabes…
Desenvainó la espada y la extendió frente a él con el extremo apuntando hacia abajo. Sus ojos se movían de un lado a otro con rapidez, buscando algo fuera de lo común. Intentaba andar sin hacer ruido, pero le era imposible mirar al suelo al mismo tiempo que vigilaba a su alrededor, por lo que su avance no fue precisamente sigiloso. De improviso, un cuervo graznó en la copa de un árbol y se alejó batiendo sus alas negras. Leon gritó sin poder evitarlo, con una voz patéticamente aguda, y enseguida enrojeció avergonzado de sí mismo. Se dio la vuelta mirando hacia todos lados, esta vez más preocupado en averiguar si alguien lo había escuchado que en cerciorarse de si había algo peligroso por lo que preocuparse. A partir de ese incidente, Leon caminó sin detenerse, casi corriendo, con la cabeza gacha para esconder el furioso rubor de sus mejillas.
Los árboles estaban cada vez más dispersos y la hierba, cada vez más alta, señal de que la peor parte del camino estaba terminando y hecho que hizo que Leon se animara bastante. Y no era ese el único cambio. El follaje de los árboles empezaba a clarear. Las hojas pasaban de verdes oscuros a verdes más claros que alternaban con tonos amarillentos e incluso anaranjados. El sol de medio día, en su cenit en el cielo, derramaba su luz sobre las hojas atravesándolas como si estuvieran hechas de la más fina gasa. Los sonidos eran más suaves y cristalinos, y pájaros de vivos colores volaban de rama en rama. El murmullo de agua era mucho más claro y se escuchaba más cercano. Pero a pesar de que el bosque había perdido su aspecto amenazador, Leon no había bajado la guardia; aún quedaba una prueba que tenía que superar. Tenía que encontrarlos, pero si dedicaba a dar vueltas en su busca, no haría más que perder el tiempo. Podían dignarse a aparecer o no, y él no podía darse el lujo de pasar todo el día allí. Por lo tanto, y aunque la idea no le entusiasmaba demasiado, decidió tomar una medida más drástica. Alzó la mirada para estudiar las copas de los árboles y al fin encontró lo que buscaba. En uno especialmente alto, de ramas nudosas y raíces que sobresalían del suelo como si fueran venas, entre las hojas verdes, relucían unos frutos púrpuras similares a manzanas. Era justo lo que necesitaba. Dejó su mochila y, a regañadientes, su espada al pie del árbol. Se subió las mangas de la camisa de lino y respiró hondo. Observó las frutas con expresión de disgusto. ¿Por qué tenían que estar tan altas? Antes de empezar a subir, Leon sabía que se caería. Lo sabía con una certeza absoluta; nunca fallaba. Parecía que la mala suerte lo había perseguido toda su vida y pensaba seguir haciéndolo hasta el final de sus días. Si algo caía del cielo, caía sobre su cabeza, si había algún objeto en el suelo, tropezaba con él, era propenso a caerse en hoyos que solo parecían existir con el único propósito de fastidiarle la existencia y además, siempre tenía dificultades para salir. Y al igual que todo eso, siempre que se subía a algún sitio, se caía. No fallaba.
No era muy buen escalador. Durante el duro entrenamiento al que Egas le había sometido desde que era pequeño, él siempre había tardado el doble que los demás alumnos en conseguir subir por la cuerda atada del árbol y más aún en hacer escalada libre. Una vez que Egas los llevó a un barranco al sur del valle para que lo escalasen, Leon se cayó después de llegar a lo más alto. Y después de eso tuvo que guardar reposo durante más de tres meses al haberse fracturado una pierna, una muñeca y varias costillas.
Sin embargo, Leon se sorprendió de lo fácil que le resultaba subirse al árbol. La madera era áspera y no resbalaba y el tronco, retorcido como si lo formaran varias gruesas ramas entrelazadas, tenía muchos recovecos donde poner los pies. Sonriendo, sin poder creérselo, llegó a la altura de las manzanas en menos que canta un gallo. Incluso se detuvo un instante para felicitarse a sí mismo. Aquella era una ocasión especial, sin duda. Entonces, con cuidado, alargó la mano para intentar alcanzar las frutas. Extendió la mano hasta que los dedos, doloridos, le crujieron. Tenía que acercarse un poco más, aunque ello significara tentar a la suerte. Se arrastró despacio sobre la rama, que hizo un ruido amenazador. Se detuvo, conteniendo la respiración y no pudo evitar mirar hacia abajo. Se había emocionado tanto ante la facilidad con la que había trepado al árbol que no se había dado cuenta la altura que había alcanzado. Al mirar al suelo, su estómago pareció llenarse de mariposas que salieron volando. Se aferró a la rama, de repente preso de un pánico irracional; no le gustaban nada, absolutamente nada las alturas. Aún así, extendió la mano hacia la fruta. Tenía que hacerlo, no tenía sentido arrepentirse ahora que estaba encaramado a la rama. Bastaba solo con rozarlas… Pero calculó mal el peso que ejercía sobre la rama, y al inclinarse demasiado sobre la parte más fina, ésta cedió bajo él y se partió. Leon gritó y justo antes de que la rama se desprendiera y se cayera, saltó con las manos extendidas hacia las frutas. Sintió su cuerpo muy ligero, como si volara, aunque esa agradable sensación duró más bien poco. Una milésima de segundo después, su cuerpo no era nada ligero, y toda su masa corporal se dirigía hacia el suelo a una velocidad vertiginosa.
La caída dolió, dolió mucho. El grito de Leon se apagó con brusquedad cuando el joven cayó pesadamente sobre la tierra con un sonido sordo, bajo la rama que se había partido. Revuelto entre las hojas, Leon no se movió durante unos minutos, hasta que al final levantó a cabeza y se sentó con la espalda apoyada en el tronco del árbol. Su aspecto era deplorable: tenía la cara manchada de tierra, un par de arañazos en la mejilla con mal aspecto, el pelo rubio estaba enredado y lleno de ramitas y hojas y la camisa sucia y rasgada debajo de su brazo izquierdo. Cerró los ojos con una mueca de dolor, respirando pausadamente. Le dolía todo el cuerpo, desde la punta de los pies hasta la raíz del cabello. El movimiento débil de su pecho al respirar le dolía como si alguien le estuviera clavando miles de aguja con macabra lentitud. Entreabrió los ojos y miró hacia arriba, donde las frutas seguían reluciendo triunfalmente y blasfemó entre dientes. No estaba seguro de si había conseguido tocarlas, pero si lo había hecho, la caída había merecido la pena. Al menos, no se había roto nada. Al día siguiente amanecería con el cuerpo lleno de moratones y sintiéndose como auténtico guiñapo. Una bonita forma de empezar la misión, sí señor.
Un ruido delante de él le hizo abrir los ojos súbitamente. Hubiera querido ponerse de pie y desenvainar su espada, pero no tenía fuerzas para incorporarse. La hierba se agitó de repente y se oyó un extraño gorjeo. Leon parpadeó, y entrecerró los ojos con recelo. Se hizo silencio por unos segundos y luego, algo que no alcanzó a ver, saltó velozmente desde la hierba en dirección a la copa del árbol desde el que se había caído, estrellándose entre sus ramas y agitando las hojas con violencia. El muchacho, con la mirada fija en la parte superior del tronco, hizo un pequeño esfuerzo por apartarse de ahí, arrastrándose penosamente. En lo alto del árbol alguien lanzó un grito de triunfo y Leon sólo acertó a ver como una de las frutas de color púrpura, rápida como una flecha, iba directa a su cabeza.
Un intenso dolor de cabeza surgió en medio de sus cejas. Leon se puso bizco y se mareó. Tenía la vista un tanto borrosa, sin embargo, fue perfectamente capaz de ver al pequeño y ágil ser que cayó al suelo como un gato, justo delante de sus narices. Y al verlo, sonrió como un estúpido. A pesar de su desastrosa caída, parecía que había llegado a tocar las manzanas, pues tenía frente a él a uno de los guardianes del manantial. El tal guardián era una rara especie de trol enano, o trol de los bosques, como también se les solía llamar. No mediría más de medio metro de estatura, y tenía la piel dura, de color turquesa claro, como si fuera de roca. En algunos sitios como los hombros, los codos o las rodillas tenía algo similar a costras, de color gris. Sus ojos, grandes y redondos, eran de color azul intenso, con una pupila rasgada parecida a la de los felinos. Sus rasgos eran mucho más agraciados que los de los trols normales, y aunque seguían siendo un tanto toscos, tenían cierto aire infantil. Iba vestido con un taparrabos marrón y una correa que le cruzaba el pecho contenía a su espalda un carcaj con flechas. El Guardián del Manantial le apuntaba con su arco mientras en su cara, de ligera forma triangular, se dibujaba una expresión de indignación.
- Tú, humano idiota, ¿quién te ha dado permiso para comerte mis manzanas?

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