sábado, diciembre 23, 2006

Leon (3º capitulo)

Egas le encargó hacer algo muy extraño que dejó al muchacho con los ojos y la boca abierta, además de conseguir una perfecta expresión de absoluta estupidez. El anciano elevó la mirada al cielo con un juramento y le golpeó sin reparos en la cabeza con el extremo de su bastón. Leon se quejó y se le escapó una maldición. Egas hizo ademán de golpearle otra vez y el joven se apresuró a salir fuera de su alcance. El viejo frunció el entrecejo.
- No huyas.- Le reprendió con brusquedad.- Pareces un conejo asustado; así nadie te va a tomar en serio.
- Nadie me toma en serio, de todos modos.- Repuso él.
- Y deja de quejarte, pareces una vieja.
Leon se mordió la lengua para contener las palabras que le veían a la mente como un torrente desbordado.
- Sinceramente, maestro, creo que he entendido mal tus instrucciones.
- Nunca admitas que no sabes algo.- Le riñó el anciano.- Por los dioses Leon, ¿es que no te he enseñado nada?
- Procuraré tenerlo en cuenta de ahora en adelante.- Farfulló él, con ira contenida.- Pero, ¿podéis repetirme lo que tengo que hacer?
- Tienes que ir al manantial junto al volcán.- Repitió, acomodándose en la silla junto al fuego.- Allí hay un pequeño altar. Debes rendir oración y depositar una ofrenda. Luego regresa.
- ¿No se supone que iba a prepararme para la misión?- Replicó Leon, parpadeando con perplejidad.
- Me temo que ni un mes entero lograría arreglar todos tus defectos.- Dijo Egas abruptamente.- Así que lo único que puedes hacer es llevar a cabo el ritual tradicional e implorar suerte a los dioses. Ojala se apiaden de ti.
Leon tuvo que hacer gala de todo su autocontrol para no lanzarse con las manos abiertas al cuello desprotegido del anciano. Una cosa es que dijera que no era de los mejores, e incluso podía soportar que insinuara que no tenía futuro como héroe, pero que dijera que era más provechoso rezar que prepararse, que lo único que le quedaba era confiar en que los dioses decidieran ayudarle o no, era demasiado. Sin embargo, no se atrevía a dejarle claras sus opiniones al respecto, aunque se moría de ganas por hacerlo. Si lo hacía se exponía a la posibilidad de que el viejo se enfureciera con él y le negara partir en la misión. Rojo como un tomate y con los ojos echando chispas, murmuró apretando los dientes:
- ¿Y qué debo de ofrendar?
- No sé, lo que prefieras. Algo bonito que encuentres por el camino servirá. Pero que al menos sea bonito; vas a necesitar mucha suerte.- Observó al joven, que clavado en el suelo temblaba de ira.- ¿A qué esperas?

Mientras dejaba atrás la torre en dirección al bosque que cercaba el valle como una sólida muralla, Leon sentía deseos de gritar de rabia hasta quedarse sin voz. Su aventura no estaba teniendo el comienzo que había imaginado y la emoción que había sentido en un primer momento se iba desvaneciendo lentamente. Siempre había sospechado que Egas lo odiaba un poco, pero ahora estaba completamente seguro. Lo había pintado como un monigote patético incapaz de hacer nada a derechas. Y como gota que colmaba el vaso, estaba aquel tal Vance. Solo con pensar que tendría que aguantar a aquel picapleitos se ponía de los nervios. Estaba casi seguro de que su presencia sería una auténtica molestia y que le robaría todo el protagonismo. Seguro que, aunque consiguiera rescatar a la princesa sin la ayuda de nadie, de vuelta al valle no lo creerían y todos pensarían que sin duda lo había logrado gracias a la ayuda de Vance.
Miró apesadumbrado al los árboles, cada vez más estrechos, que elevaban sus ramas como brazos extendidos, tapando la luz del sol sobre su cabeza. A Leon no le gustaba el bosque; siempre le había dado miedo, aunque nunca lo había admitido. Aún recordaba perfectamente la noche que pasó en su interior cuando era pequeño. Después de que Eör lo dejara en la torre, Leon intentó escaparse. Estaba solo en un lugar desconocido y rodeado de personas que le inspiraban un terrible pánico irracional, así que unas semanas después de su llegada, se escapó por la noche. Intentando salir del valle, se internó en el bosque y se perdió. Fue la noche más horrible de toda su vida, y todas las cosas que vio se le quedaron permanentemente grabadas en su memoria. Aunque era cierto que en el valle no había nada peligroso, en el bosque habitaban extraños seres. Y para un niño temeroso de seis años eran auténticos monstruos. Leon no durmió aquella noche; se la pasó en vela, sollozando y temblando de miedo observando las sombras que se movían entre los árboles como espectros malditos. Y aún, doce años después, seguía mirando los troncos oscuros con una mueca de profunda desconfianza.
El aire estaba viciado, y lleno de sonidos misteriosos. Cascabeles se escuchaban en lo alto de los árboles, y entre las hojas, de miles de verdes diferentes, el viento susurraba algo parecido a una canción. Risas, a veces palabras ininteligibles y gruñidos. El delicado sonido de una flauta mezclado con el lejano murmullo del agua al caer, que parecía susurrar palabras secretas. También había ojos puestos en él, algunos con curiosidad, otros con avidez y con recelo. No podía verlos, pero de vez en cuando le parecía que algo brillaba en el límite de su visión y la piel le picaba. El bosque estaba vivo y eso le ponía los pelos de punta. Además, allí siempre hacía más frío y había muy poca luz. Se arropó con la capa y aflojó la espada en su vaina. Sabía que era una tontería, pero lo hacía sentir más tranquilo. A pesar de ser pleno día, la pálida figura de un búho ululó de forma tétrica desde las ramas. Leon se estremeció y siguió caminando deprisa, intentando dejar atrás la parte más sombría del bosque cuanto antes. De repente, algo se cruzó en su camino como un relámpago negro. El joven de detuvo, como si lo hubieran apuntalado en el suelo, con cara de espanto y conteniendo la respiración. Su mente se había quedado en blanco y ni siquiera se le ocurrió la idea de desenvainar su espada. Todo se sumió en un silencio antinatural y hasta el aire permanecía inmóvil. Unos segundos breves bastaron para que se repusiera de la impresión y comenzó a pensar lúcidamente. Recordó los conceptos básicos del comportamiento de un héroe y empezó a repetirlos en voz baja para armarse de valor.
- Valentía, fuerza, dignidad..., valentía, fuerza, dignidad… ¡valentía, fuerza y dignidad! Si sientes miedo, no lo demuestres, sino sabes lo que hacer, aparenta que sí lo sabes…
Desenvainó la espada y la extendió frente a él con el extremo apuntando hacia abajo. Sus ojos se movían de un lado a otro con rapidez, buscando algo fuera de lo común. Intentaba andar sin hacer ruido, pero le era imposible mirar al suelo al mismo tiempo que vigilaba a su alrededor, por lo que su avance no fue precisamente sigiloso. De improviso, un cuervo graznó en la copa de un árbol y se alejó batiendo sus alas negras. Leon gritó sin poder evitarlo, con una voz patéticamente aguda, y enseguida enrojeció avergonzado de sí mismo. Se dio la vuelta mirando hacia todos lados, esta vez más preocupado en averiguar si alguien lo había escuchado que en cerciorarse de si había algo peligroso por lo que preocuparse. A partir de ese incidente, Leon caminó sin detenerse, casi corriendo, con la cabeza gacha para esconder el furioso rubor de sus mejillas.
Los árboles estaban cada vez más dispersos y la hierba, cada vez más alta, señal de que la peor parte del camino estaba terminando y hecho que hizo que Leon se animara bastante. Y no era ese el único cambio. El follaje de los árboles empezaba a clarear. Las hojas pasaban de verdes oscuros a verdes más claros que alternaban con tonos amarillentos e incluso anaranjados. El sol de medio día, en su cenit en el cielo, derramaba su luz sobre las hojas atravesándolas como si estuvieran hechas de la más fina gasa. Los sonidos eran más suaves y cristalinos, y pájaros de vivos colores volaban de rama en rama. El murmullo de agua era mucho más claro y se escuchaba más cercano. Pero a pesar de que el bosque había perdido su aspecto amenazador, Leon no había bajado la guardia; aún quedaba una prueba que tenía que superar. Tenía que encontrarlos, pero si dedicaba a dar vueltas en su busca, no haría más que perder el tiempo. Podían dignarse a aparecer o no, y él no podía darse el lujo de pasar todo el día allí. Por lo tanto, y aunque la idea no le entusiasmaba demasiado, decidió tomar una medida más drástica. Alzó la mirada para estudiar las copas de los árboles y al fin encontró lo que buscaba. En uno especialmente alto, de ramas nudosas y raíces que sobresalían del suelo como si fueran venas, entre las hojas verdes, relucían unos frutos púrpuras similares a manzanas. Era justo lo que necesitaba. Dejó su mochila y, a regañadientes, su espada al pie del árbol. Se subió las mangas de la camisa de lino y respiró hondo. Observó las frutas con expresión de disgusto. ¿Por qué tenían que estar tan altas? Antes de empezar a subir, Leon sabía que se caería. Lo sabía con una certeza absoluta; nunca fallaba. Parecía que la mala suerte lo había perseguido toda su vida y pensaba seguir haciéndolo hasta el final de sus días. Si algo caía del cielo, caía sobre su cabeza, si había algún objeto en el suelo, tropezaba con él, era propenso a caerse en hoyos que solo parecían existir con el único propósito de fastidiarle la existencia y además, siempre tenía dificultades para salir. Y al igual que todo eso, siempre que se subía a algún sitio, se caía. No fallaba.
No era muy buen escalador. Durante el duro entrenamiento al que Egas le había sometido desde que era pequeño, él siempre había tardado el doble que los demás alumnos en conseguir subir por la cuerda atada del árbol y más aún en hacer escalada libre. Una vez que Egas los llevó a un barranco al sur del valle para que lo escalasen, Leon se cayó después de llegar a lo más alto. Y después de eso tuvo que guardar reposo durante más de tres meses al haberse fracturado una pierna, una muñeca y varias costillas.
Sin embargo, Leon se sorprendió de lo fácil que le resultaba subirse al árbol. La madera era áspera y no resbalaba y el tronco, retorcido como si lo formaran varias gruesas ramas entrelazadas, tenía muchos recovecos donde poner los pies. Sonriendo, sin poder creérselo, llegó a la altura de las manzanas en menos que canta un gallo. Incluso se detuvo un instante para felicitarse a sí mismo. Aquella era una ocasión especial, sin duda. Entonces, con cuidado, alargó la mano para intentar alcanzar las frutas. Extendió la mano hasta que los dedos, doloridos, le crujieron. Tenía que acercarse un poco más, aunque ello significara tentar a la suerte. Se arrastró despacio sobre la rama, que hizo un ruido amenazador. Se detuvo, conteniendo la respiración y no pudo evitar mirar hacia abajo. Se había emocionado tanto ante la facilidad con la que había trepado al árbol que no se había dado cuenta la altura que había alcanzado. Al mirar al suelo, su estómago pareció llenarse de mariposas que salieron volando. Se aferró a la rama, de repente preso de un pánico irracional; no le gustaban nada, absolutamente nada las alturas. Aún así, extendió la mano hacia la fruta. Tenía que hacerlo, no tenía sentido arrepentirse ahora que estaba encaramado a la rama. Bastaba solo con rozarlas… Pero calculó mal el peso que ejercía sobre la rama, y al inclinarse demasiado sobre la parte más fina, ésta cedió bajo él y se partió. Leon gritó y justo antes de que la rama se desprendiera y se cayera, saltó con las manos extendidas hacia las frutas. Sintió su cuerpo muy ligero, como si volara, aunque esa agradable sensación duró más bien poco. Una milésima de segundo después, su cuerpo no era nada ligero, y toda su masa corporal se dirigía hacia el suelo a una velocidad vertiginosa.
La caída dolió, dolió mucho. El grito de Leon se apagó con brusquedad cuando el joven cayó pesadamente sobre la tierra con un sonido sordo, bajo la rama que se había partido. Revuelto entre las hojas, Leon no se movió durante unos minutos, hasta que al final levantó a cabeza y se sentó con la espalda apoyada en el tronco del árbol. Su aspecto era deplorable: tenía la cara manchada de tierra, un par de arañazos en la mejilla con mal aspecto, el pelo rubio estaba enredado y lleno de ramitas y hojas y la camisa sucia y rasgada debajo de su brazo izquierdo. Cerró los ojos con una mueca de dolor, respirando pausadamente. Le dolía todo el cuerpo, desde la punta de los pies hasta la raíz del cabello. El movimiento débil de su pecho al respirar le dolía como si alguien le estuviera clavando miles de aguja con macabra lentitud. Entreabrió los ojos y miró hacia arriba, donde las frutas seguían reluciendo triunfalmente y blasfemó entre dientes. No estaba seguro de si había conseguido tocarlas, pero si lo había hecho, la caída había merecido la pena. Al menos, no se había roto nada. Al día siguiente amanecería con el cuerpo lleno de moratones y sintiéndose como auténtico guiñapo. Una bonita forma de empezar la misión, sí señor.
Un ruido delante de él le hizo abrir los ojos súbitamente. Hubiera querido ponerse de pie y desenvainar su espada, pero no tenía fuerzas para incorporarse. La hierba se agitó de repente y se oyó un extraño gorjeo. Leon parpadeó, y entrecerró los ojos con recelo. Se hizo silencio por unos segundos y luego, algo que no alcanzó a ver, saltó velozmente desde la hierba en dirección a la copa del árbol desde el que se había caído, estrellándose entre sus ramas y agitando las hojas con violencia. El muchacho, con la mirada fija en la parte superior del tronco, hizo un pequeño esfuerzo por apartarse de ahí, arrastrándose penosamente. En lo alto del árbol alguien lanzó un grito de triunfo y Leon sólo acertó a ver como una de las frutas de color púrpura, rápida como una flecha, iba directa a su cabeza.
Un intenso dolor de cabeza surgió en medio de sus cejas. Leon se puso bizco y se mareó. Tenía la vista un tanto borrosa, sin embargo, fue perfectamente capaz de ver al pequeño y ágil ser que cayó al suelo como un gato, justo delante de sus narices. Y al verlo, sonrió como un estúpido. A pesar de su desastrosa caída, parecía que había llegado a tocar las manzanas, pues tenía frente a él a uno de los guardianes del manantial. El tal guardián era una rara especie de trol enano, o trol de los bosques, como también se les solía llamar. No mediría más de medio metro de estatura, y tenía la piel dura, de color turquesa claro, como si fuera de roca. En algunos sitios como los hombros, los codos o las rodillas tenía algo similar a costras, de color gris. Sus ojos, grandes y redondos, eran de color azul intenso, con una pupila rasgada parecida a la de los felinos. Sus rasgos eran mucho más agraciados que los de los trols normales, y aunque seguían siendo un tanto toscos, tenían cierto aire infantil. Iba vestido con un taparrabos marrón y una correa que le cruzaba el pecho contenía a su espalda un carcaj con flechas. El Guardián del Manantial le apuntaba con su arco mientras en su cara, de ligera forma triangular, se dibujaba una expresión de indignación.
- Tú, humano idiota, ¿quién te ha dado permiso para comerte mis manzanas?

lunes, diciembre 11, 2006

Leon (2º capítulo)

Al acercarse a la entrada de la torre, Leon delante de la comitiva del rey, con un aspecto lamentable y las ropas empapadas, Egas hizo su aparición. Estaba muy distinto a como el joven lo había dejado esa mañana al marcharse al río. Cuando Leon se había ido, Egas estaba tirado con abandono en un sillón, con el cabello y la barba gris enmarañados, vestido con una sencilla y remendada túnica marrón y gritando como un poseso. Sin embargo, mientras los aguardaba de pie bajo el arco de la entrada, parecía una persona completamente distinta. Se había peinado y estaba ataviado con una túnica larga hasta los pies, blanca y con el cuello ribeteado de plata. En su anciano rostro, sus arrugas dibujaban una expresión de sabiduría y magnificencia. Leon apretó los dientes pero intentó no traslucir ninguno de sus sentimientos de rencor.
Se detuvo ante su maestro, hizo una pequeña reverencia y empezó a decir:
- Maestro, me enorgullezco de poder presentarle a…
- No hace falta que hagas presentaciones, Leon.- Le interrumpió el anciano con un inconfundible deje de superioridad.- Su Majestad y yo ya nos conocemos. Baja del caballo Thalliet, y entra con tus hombres. Leon, tú ve a tu habitación. Si te necesito te llamaré.
Leon era consciente de que su rostro estaba encendido de indignación, pero se limitó a crujir los dientes, apretar los puños y a no dejar que una sola palabra saliera de su boca. Se dio la vuelta para observar al rey, hizo nuevamente una pronunciada reverencia y subió los escalones hasta su habitación hecho una furia.
Cerró la puerta con tanta fuerza que después de cerrada se quedó temblando como una hoja de papel. Soltó los cubos en el suelo y se dirigió directamente a cerrar la ventana, por la que empezaban a escucharse risas y silbidos procedentes de ningún lugar. Después hizo un intento por calmarse, respirando profundamente y dejando escapar el aire con tranquilidad. Pero fue en vano. En su cabeza veía una y otra vez la escena de humillación que había sufrido por las palabras de su maestro, y sabía perfectamente que éste lo había hecho con toda la intención. Estaba claro que no podía dejar que eso quedara así. Se dirigió a una esquina de la habitación cerca de la ventana y se tumbó en el suelo. Levantó una losa de piedra suelta y llena de polvo para dejar al descubierto la boca de un tubo. Se acomodó en el suelo y pegó la oreja. Al principio no se oía nada, pero tras unos segundos unos murmullos confusos empezaron a cobrar sentido, y después de un minuto, las palabras eran perfectamente claras.
- …por tanto, necesito tu ayuda, Egas.- Decía la voz del rey Thalliet, con tono de desazón.
Se hizo silencio por unos largos segundos hasta que la voz de su maestro habló en voz baja.
- Siento decirte Majestad, que ahora mismo no soy una gran ayuda para ti. Estamos a principios de primavera, todos mis alumnos han salido a merecer el nombramiento de héroes.
- ¿Y el muchacho de antes?
- Por eso os digo que no soy de gran ayuda. Leon no está preparado. Lleva mucho tiempo estudiando, sí, pero no posee conocimientos prácticos. Nunca ha salido de la torre. Me temo que hay altas probabilidades de que fracase.
- Egas, estoy desesperado. Necesito a alguien, sea quien sea, ¿no lo comprendes? Si le pasa algo a ella… no solo yo sentiré su pérdida, mi reino entero se vendrá abajo. Ella es algo más que mi hija, es un símbolo de alianza.

- Bien,- Dijo Egas por fin.- te cederé a Leon. Mientras, intentaré localizar a otro de mis alumnos con más experiencia para que lo releven o lo ayuden.
- Muchas gracias, Egas.
- Es mi trabajo, Majestad, no tenéis que darme las gracias.
Leon se apartó del tubo con el corazón latiéndole rápidamente. Se sentó, con la espalda apoyada contra la pared de piedra, los ojos muy abiertos y resoplando con incredulidad. No podía creerlo. ¡Iban a mandarlo a una misión! Después de tanto tiempo esperando, por fin se le presentaba la oportunidad de probar que no era tan estúpido como todo el mundo pensaba. Al fin y al cabo, había recibido el mismo entrenamiento que todos los demás. La opinión de Egas le importaba bien poco. El viejo maestro nunca había ocultado sus pensamientos sobre él. Notó como la emoción iba creciendo en su interior sustituyendo a cualquier otro sentimiento. ¡Porque no se trataba de una misión cualquiera, no señor! Tenía que ver con la hija del rey Thalliet, y como bien había dicho Su Majestad, la princesa era alguien muy importante. Seguro que ni el mismísimo Eör había soñado con llevar a cabo tal empresa. Leon cerró los ojos y pudo imaginarse claramente salvando a la princesa de algún terrible peligro, recibiendo altísimos honores por parte del rey, y a Eör y Egas postrándose a sus pies y alabando su hazaña. Una sonrisa tonta se dibujó en sus labios.
Unos golpecitos en la puerta lo sacaron de sus ensoñaciones con brusquedad. Leon se esforzó por parecer disgustado mientras se dirigía a la puerta, y cuando la abrió tenía la convincente expresión de quién ha sido mortalmente ofendido. Para su sorpresa no se trataba de Egas, sino de unos de los guerreros que formaban parte de la escolta del rey. Miró a Leon con cierto recelo y musitó con voz inexpresiva:
- Tu maestro requiere tu presencia.
- Gracias.- Respondió el muchacho.
Leon bajó las escaleras conteniendo el aliento y preparándose mentalmente para disimular indiferencia ante la noticia. Se comportaría como un joven maduro, sin sobresaltos, y aseguraría que la misión quedaba en buenas manos para tranquilizar al rey. Quería parecer alguien sereno y digno de confianza, alguien diferente al muchacho torpe que había descrito Egas. Entró en la sala privada de Egas, donde el viejo héroe y el monarca estaban sentados junto a un fuego mientras la escolta de guerreros permanecía de pie.
La sala privada de Egas era una habitación circular, con una gran chimenea en una de las paredes donde las llamas crepitaban alegremente bajo un arco de piedra. La habitación estaba repleta de estantes atestados de pergaminos enrollados, de carpetas y de apuntes, bastante desordenados. Extraños objetos de cristal y agujas, de arena y metal, cumplían cometidos que Leon no alcanzaba a imaginar. Esferas brillantes colgando de las paredes, y móviles con cascabeles en las ventanas que hacían al viento cantar. Egas y Thalliet, sentados en sillas de altos respaldos y brazos de terciopelo, miraban a Leon con atención. La mirada de Egas era completamente inescrutable. El joven intentó ver en ella algún atisbo de confianza, o de todo lo contrario, pero era imposible averiguar lo que el anciano estaba pensando. Sin embargo el rey era un libro abierto para cualquiera. En sus ojos se veía claramente la preocupación y el miedo que sentía. Leon se detuvo ante los dos hombres e hizo una reverencia impecable.
- Leon, tu maestro me ha dicho que no eres uno de sus mejores alumnos, que tus conocimientos no incluyen prácticas y que tal vez la teoría se convierta en una nimiedad cuando tengas que demostrar de lo que eres capaz, pero yo necesito tu ayuda.
- Es cierto, Majestad, nunca he salido fuera de aquí. Sin embargo siempre me he esforzado en mis estudios y he ansiado la oportunidad de brindar mi ayuda a los demás.
- Esto no es una mera oportunidad, Leon.- Interrumpió Egas con severidad.- Se trata de una misión, un importante cometido que va mas allá de tus capacidades y en el que no me gustaría involucrarte, pero Su Majestad ha insistido mucho. No es una oportunidad. No puedes permitirte fallar; no es un ensayo, ni siquiera una prueba. ¿Comprendes?
- Lo comprendo perfectamente, maestro.- Aguardó un segundo para seguir hablando y entonces preguntó.- ¿En qué consiste mi tarea?
El rey Thalliet suspiró profundamente y empezó a hablar con voz seria, y en la que se reflejaba un dolor imposible de esconder.
- Hace tres semanas que mi hija, la princesa Nokka desapareció del palacio. La hemos buscado por toda la ciudad, por todo el reino, pero no hemos encontrado ni rastro de ella. Hace nueve días nos llegó un mensaje de un hombre desconocido, que aseguraba que la princesa había sido apresada y que residía en un lugar llamado el Valle de la Niebla. Entonces vine directamente hacia aquí para pedir ayuda.
- ¿El Valle de la Niebla?- Preguntó Leon a media voz.- Eso está fuera de las tierras conocidas; está más allá de las fronteras, en el reino de las tinieblas.
- Exacto, Leon.- Asintió Egas con tono lúgubre.
Leon sintió como la sangre se le helaba y se quedaba sin aliento. De repente no estaba tan emocionado como pensaba y empezaba a ver las cosas desde otra perspectiva. Una cosa era aventurarse en una gran hazaña con riesgos… siempre y cuando estuviera en terreno seguro, y otra muy distinta eras lanzarse a lugares oscuros, donde el mal y sus vástagos lo dominan todo. Lo segundo era más bien un suicidio. A Leon se le cayó el alma a los pies y se le hizo un nudo en la garganta. Egas esbozó una ligera sonrisa de satisfacción y Leon se enfureció. ¡Aquel maldito viejo siempre parecía disfrutar de su mala suerte, de sus infortunios y desgracias! ¡Pues estaba muy equivocado! El joven se irguió y alzó la barbilla con determinación.
- No se preocupe Majestad, daré todo lo que esté en mi mano y más para salvar a su hija, si acaso mi vida. Lo juro por mi honor.
- Te lo agradezco enormemente, joven Leon.
El muchacho sonrió para sus adentros sintiéndose muy orgulloso de sí mismo. Egas se levantó y caminó despacio hacia la chimenea, mirando al suelo con aire pensativo. Al cabo de un rato alzó la cabeza y de forma ausente, murmuró:
- Decidido pues. Thalliet, tú y tus hombres podéis pasar la noche aquí. No hay peligros en el valle pero hay ciertas cosas que resultan muy turbadoras, más aún durante la noche.
- Aceptamos tu ofrecimiento, Egas.
- En lo que respecta a ti,-Añadió, señalando a Leon, que se sobresaltó perceptiblemente.- pasarás todo el día bajo mi supervisión preparándote para mañana, te irás pronto a la cama y saldrás al alba.
- No lo harás solo, Leon.- Dijo entonces el rey.- Mi sobrino, Vance, te acompañará.
Uno de los hombres del rey, vestido con la cota de malla y el sobreveste carmesí, se adelantó unos pasos. Era bastante más joven que los demás, de la edad aproximada de Leon, tal vez un año mayor. Tenía rasgos afilados, aunque mucho menos que su tío, era alto y tenía el cabello rizado y oscuro. Su presencia inspiraba confianza pero en cambio a Leon no le gustó un pelo.
Aquel ofrecimiento de ayuda imposible de rechazar le decepcionó y le hirió en su amor propio. Sabía que aunque Egas no había dicho nada abiertamente sobre las grandes dudas que albergaba acerca de sus probabilidades y sus intenciones de relevarle en cuando tuviera ocasión, esos pensamientos revoloteaban en su mente, y Leon los podía ver tan claros como si la cabeza del anciano fuera transparente. Sin embargo el joven consideraba que, teniendo en cuenta su brillante comportamiento, al menos se habría ganado la confianza de Su Majestad. Ahora se daba cuenta de que solo le había seguido la corriente y que en ningún momento había tenido la intención de dejarlo salir solo con la pesada responsabilidad de rescatar a su hija. Y eso le parecía algo muy cruel.

domingo, diciembre 10, 2006

Experimento literario

En el foro de mi novio y un reducido grupo de miembros y amigos, propuse hacer un jueguecillo literario, del tipo cada uno crea un personaje y así se va creando una historia entre todos. No llevamos mucho, pero aquí dejo el enlace para que el que quiera le eche un vistacillo ^^
http://miarroba.com/foros/ver.php?foroid=1117528&temaid=5271241

Yo soy la única chica que participa :P

miércoles, diciembre 06, 2006

Leon

Bueno, estoy de nuevo en activo. Al contrario que cuando me fui, ahora tengo muuucha inspiración (sólo me hacía falta leer un poco) y estoy todo el rato escribiendo, llevando dos (a veces tres) cosillas a la vez. Aquí os voy a dejar una de ellas, una historieta corta que se me ocurrió dando clase de Técnicas de Estudio de la Literatura Inglesa. La idea la tengo en mente pero llevo poco escrito. La voy a dejar por capítulos cortos para que no se haga pesado de leer. Aquí va el primero y a ver si para la semana próxima tengo el siguiente ^^

CAPÍTULO UNO

Leon era un chico normal y corriente en casi todos los aspectos. Tenía dieciocho primaveras, era alto y aunque no era un fortachón, podía presumir de cierta superioridad muscular. Cuando se miraba por las mañanas al espejo, se quedaba un rato admirándose en él. Tenía una despeinada melena rubia que siempre le tapaba la vista, unos ojos marrones y, tal vez, demasiado sinceros y la piel bronceada. Estaba muy orgulloso de su aspecto, pero aquel que digo una vez “las apariencias engañan”, tenía muchísima razón, y Leon era el ejemplo perfecto. Cada tres días, después de contemplarse en el espejo, el joven se afeitaba. Reglas de la Academia. Y cada tres días, la cara de Leon acababa llenita de papelitos blancos por todas partes que tapaban los cortes de la navaja. Era enormemente torpe. Y perezoso, y mentiroso, e ingenuo y no demasiado valiente. … Es decir, que no reunía casi ninguna de las cualidades para ser un héroe. Sí, porque eso era lo que hacía especial a Leon: era aprendiz de héroe.
Pertenecía a la Academia de Egas, un viejo héroe de la guerra. Estuvo al servicio de varios reyes, lideró a varios ejércitos, y después se independizó. Trabajó como Justiciero durante un tiempo, salvando a inocentes, defendiendo a los débiles, combatiendo la injusticia y, una de sus especialidades, rescatando a damas en apuros. Durante su etapa de independencia conoció a otros que como él, consideraban que llevar una vida normal como la de todo el mundo era demasiado aburrido. Cuando Egas ya estuvo demasiado viejo para seguir con sus aventuras, se retiró, y entre él y sus compañeros de juegos fundaron las llamadas “Academias de Justicia”, donde entrenaban a jóvenes promesas y los preparaban para enfrentarse a las Fuerzas del Mal. A Leon todo esto siempre le había parecido algo ostentoso pero no tenía más alternativa que quedarse allí. Al contrario que todos los demás miembros de la Academia, él no estaba allí por voluntad propia.
En la Academia de Egas existía una leyenda: Eör, el domador de la oscuridad. Y Eör, el domador de la oscuridad, era el brazo derecho y el mejor discípulo del viejo maestro. Era algo parecido a un semidios, o así lo veían todos los demás. Todo el mundo en la torre lo adoraba, lo alababa, lo tenía como modelo a seguir. Leon solo lo tenía como objetivo hacia donde dirigir su rabia. Eör era perfecto: apuesto, inteligente, fuerte, astuto, valiente y de buen corazón. No era arrogante y siempre ayudaba a quien lo necesitase. Egas siempre estaba hablando de lo maravilloso que era Eör, del buen trabajo que había hecho con Eör, que si él debería hacer un esfuerzo por parecerse más a Eör. Nunca estaba en la Academia, ya que siempre andaba ocupado con alguna importante misión de la que dependía el destino del mundo. A Leon le salía su nombre por las orejas y ya estaba harto de escucharlo. Sin embargo no era eso lo que más le molestaba e Leon. Al joven le sacaba de sus casillas pensar que le debía la vida. Una vez que Eör estaba ocupado en la lejana y corrupta ciudad de Lythy, su pequeño y blandito corazón se apiadó del destino de un niño de seis años al que encontró vagabundeando sin rumbo por las malolientes calles de la ciudad. Lo llevó con él y lo dejó al cuidado de Egas con al esperanza de que se convirtiera en algo mejor. Y allí estaba él ahora a sus dieciocho años, no mucho mejor que cómo lo encontró Eör, pero sí con una buena vida. Y sabía en el fondo que debería agradecérselo algún día.
Porque era verdad que Leon no podía quejarse de la vida que llevaba. Vivía bien, tenía un lugar caliente y cómodo donde pasar la noche y tres comidas al día. A pesar de que siempre estaba quejándose y discutiendo con Egas, vivía sin demasiadas agitaciones. Su rutina diaria consistía en levantarse, desayunar, ir a las lecciones matutinas, hacer algún trabajillo extra, discutir con Egas, enfurecerse con él, marcharse enfadado a su habitación y salir de nuevo para el almuerzo. Después de comer dormía una breve siesta hasta que Egas lo despertaba golpeándolo sin piedad en la cabeza con su bastón, y entrenamiento físico durante toda la tarde, y a veces durante la noche. Había pocas cosas que a Leon le disgustaran de verdad. Una de ellas era levantarse temprano y tener que estar escondiéndose de las ninfas del valle. Por mucho que Egas le dijese una y otra vez que no había ninfas en el bosque, él no se lo creía. Mientras se vestía podía escuchar con claridad risas pícaras desde fuera y silbidos rítmicos procedentes de ningún sitio. También le molestaba tener que soportar a Egas en sus días malos del mes. El viejo y antiguo héroe de la guerra se levantaba con la pierna izquierda ciertos días y durante esos dejaba de ser un antiguo héroe para convertirse en un viejo maniático e insoportable. Por desgracia para Leon, esos días iban en aumento últimamente y él no tenía oportunidad de escaquearse puesto que estaba solo en la torre con él.
La Academia de Egas era una torre situada en mitad de un valle rodeado de bosques y montañas, apartado de la civilización. Tenían muy cerca manantiales, santuarios de roca, volcanes y lugares extraordinarios pero el pueblo más cercano estaba a una semana de camino a caballo. Egas no aceptaba a más de diez alumnos a un mismo tiempo, entre sus misteriosos motivos para ello el más obvio era que en la torre no había sitio para nadie más. Leon vivía en la parte más alta, en una pequeña habitación muy calurosa en verano y terriblemente húmeda en invierno, pero nunca se quejaba sobre ello. Normalmente, cuando la Academia estaba llena de estudiantes, a Leon no le resultaba difícil escaparse de vez en cuando del alcance de Egas e incluso de sus propios deberes, pero en esos momentos, a principios de la primavera, todos los aprendices estaban fuera de aventura probando su valía mientras él debía quedarse encerrado a solas con el aquel maldito viejo loco.
Y aquel día tenía uno de los malos. Los caprichos de Egas estaban por las nubes y se le había metido entre ceja y ceja tomar un baño de aguas perfumadas. ¡Agua perfumada, por todos los dioses! Y, como era de esperar era él el encargado de subir y bajar cargado con cubos de agua desde el río hasta la torre, incluyendo las dichosas escaleras. El muchacho avanzaba pisando con fuerza sobre la hierba fresca, aplastando sin piedad pequeñas florecillas malvas, demasiado ocupado maldiciendo y blasfemando como para darse cuenta de nada más. Cargaba con cuatro cubos de madera vacíos y su rostro juvenil estaba sonrojado por la rabia. Se plantó frente a la orilla del río, cuyas aguas fluían alegres y cantarinas ajenas a sus infortunios, y lo miró con expresión de profunda indignación, como si el pobre río fuese el culpable de todo aquello. Se puso de rodillas, cogió un cubo con violencia y lo llenó rápidamente. Cogió otro y repitió el proceso. Pero cuando lo dejó en el suelo para coger el tercero, escuchó un tintineo justo detrás de su oreja. El pelo se le puso de punta, se incorporó y miró hacia atrás y en todas direcciones, pero no había nada. No le hacía falta ver para saber de qué se trataba: ninfas. Esas criaturas endiabladas tenían la costumbre de divertirse a su costa y no entendía porqué. Con un bufido, hizo ademán de arrodillarse para seguir llenando cubos, pero en vez de un tintineo escuchó una risa a sus espaldas. Se dio la vuelta con el entrecejo fruncido formando una línea sobre sus ojos, y al contrario de lo que esperaba, se encontró frente a frente con el pequeño ser. La ninfa parecía una niña traviesa. Era bajita y su expresión de ojos grandes enmarcados con largas pestañas y una sonrisa tensa, con las comisuras hacia arriba, le daba cierto aire malévolo. Tenía la piel de color verdoso y el cabello, ensortijado sobre sus hombros, de un tono oscuro con matices verdes, azules y violáceos. Sus pupilas, redondas y enormes, se clavaban en él como puñales. Unas telas de gasa transparente cubrían su cintura y parte de sus muslos, pero más que disimular su desnudez y sus curvas, las realzaban. Era una criatura que provocaba un ardiente deseo y a la vez, emanaba un aroma perverso. La ninfa esbozó una sonrisa maliciosa y muy despacio, acercó un dedo a él y lo apoyó en el pecho del muchacho. Leon, con cara de bobalicón, extendió una mano para intentar tocarla. Entonces unos fuertes brazos lo agarraron desde atrás, sujetándolo sin que él pudiera moverse. Leon despertó de aquel sopor en que lo había sumido su contemplación de la ninfa y forcejeó, intentando liberarse, pero no consiguió que los brazos aflojaran la presión. Intentó moverse, saltar, pero era imposible, parecía que lo hubiesen clavado en el suelo.
Invadido por un miedo repentino, miró a la ninfa que seguía sonriéndole, con los ojos muy abiertos y llenos de horror. Todo pasó muy deprisa. La ninfa cogió uno de los cubos de agua y lo vació sobre su cabeza. El agua estaba muy fría y por un momento le cortó la respiración. Los brazos lo soltaron, alguien le dio unas vueltas y luego lo empujaron al río. Leon cayó sobre las piedras y la fuerte corriente lo zarandeó. Le dolía todo el cuerpo y respiraba con dificultad. Se quitó el cubo de madera de la cabeza y vio a dos ninfas sobre la hierba, señalándolo y desternillándose de risa mientras sus carcajadas cristalinas llenaban el valle con su sonido musical. El joven, con la cara encendida por la indignación y la vergüenza, les arrojó el cubo con ira, pero no acertó. Las ninfas rieron con más fuerza. De repente, las dos criaturas interrumpieron sus risas y alzaron la mirada con expresión alerta. Algo detrás de Leon pareció asustarlas mucho y desaparecieron al instante envueltas en una nube de humo con olor a flores. El joven, intrigado, se puso en pie y se giró para buscar aquello que había ahuyentado a las ninfas y se volvió a caer de culo al río al descubrir de qué se trataba. Un regimiento de quince guerreros vestidos con cotas de malla y sobrevestes carmesíes montados a caballo, escoltaban a alguien a quien Leon no había visto nunca pero a quien reconoció de inmediato. Aquel hombre iba vestido con una cota de malla de anillos bañados en oro que relucían con fuerza al ser tocados por el sol, y un sobreveste carmín y dorado. Tenía el rostro afilado y los ojos rasgados como los de una serpiente, la piel pálida y el cabello oscuro. Sobre su cabeza, en perfecto equilibrio, se apoyaba una sencilla corona de oro.
Los dieciséis hombres a caballo se detuvieron a la orilla del río mirando a Leon con miradas burlonas o sorprendidas, y entonces el hombre de la corona dijo con voz sonora:
- ¿Es esta la torre de Egas?
- Sí, Majestad.- Farfulló Leon, poniéndose en pie torpemente e inclinándose.
- ¿Quién eres tú?
- Me llamo Leonhartius, pero agradezco más que me llamen Leon. Soy alumno de Egas.
El monarca enarcó una ceja con incredulidad, pero no dijo nada. A Leon no le ofendió aquel gesto, pues era la reacción habitual cuando decía quién era.
- Preséntame entonces ante tu maestro.- Ordenó el hombre.- Dile que el rey Thalliet ha venido a reclamar sus servicios.